Dicen las malas lenguas que en la casa vieja de la calle número tres, en aquella vecina localidad cercana a Ciudad Vieja, vivía una bruja llamada “La Rosarito”.
Hablaban esperpentos acerca de dicha criatura. Abogaban por su exterminio en reuniones de mujeres arrugadas que acopaban su vino dulce con las manos, mientras de sonido de fondo, allá en la distancia de una habitación y media, un grupo de niños jugaba a la comba y cantaba canciones amarillas de pasados de siglo...
En dichas reuniones, siempre aparecía la anciana Luisa, con su ojo de cristal negro, y su nariz de forma indefinible. A su fama de alcahueta de zumos rojos y de voces estridentes y locuaces, se sumaba su destreza en la ciencia de los ramitos de laurel estampados en Biblias de pasta azabache, y decían que su vocal y su verbo eran benditos o que poseían albatros de cristal azur, enjaulados en su vientre oral...y decían que su ojo sano curaba la rabia, el mal de ojo, el escorbuto, resfriados y hasta la hemorroides. En Ciudad Vieja, toda la conglomeración de la Iglesia de Papá Juan, seguía la doctrina de la anciana Luisa, y si ésta decía que Rosarito era bruja, es que lo era...
La Rosarito, en un tiempo bendito, fue un alma inocente como las palomas, ajena a los pudores y cercana a los candores. A nada le temía y vivía en libre comunión con la naturaleza... Si el Sol brillaba con benevolencia sobre el Lago azul, ella sin cuidado alguno se sumergía, completamente desnuda, en las cristalinas aguas... Si la Luna era tan grande como un zapallo de guardar, La Rosarito salía a bailar al centro de su claro solo cubierta con un delgado chal...
Y ciertas noches, tras platear su tierna piel con la luna en el Lago, cantaba...
Bella luna de pincel
de agua triste
que me diste
la belleza de la piel...
Dicen que soy bruja
y perversa
pero soy niña aviesa
en busca del tarro de miel
Soy Rosario
Soy Rosario
Una niña en un estanque
en busca del sagrario
en busca del querer...
Y así la veían los ojos ajenos... niña y mujer.
Cuerpo de mujer, sueños de infante... Rosario no era más que una mujer cuya mente no creció, quedando congelada en una tierna infancia; hasta ese entonces, la mujer, habitaba sola en la casa vieja de la calle número tres, con una corte de animalejos con los que conversaba con total naturalidad y cultivaba un huerto de raras especies, también juntaba piedras del río y las apilaba en cada una de las esquinas de su casa, como si se tratasen de tótems tutelares, sus únicos protectores.
Una vez se la vio en medio de la calle, con una falda de capa remangada, saltando a una comba imaginaria, mientras unos niños, tras una esquina, reían y le tiraban terrones de barro seco... Pero la Rosarito saltó y saltó, y tan sólo un impacto sólido en la cara, que le hizo caer de espaldas, puso fin a su bello romance interior. En la acera de enfrente, con el ojo de cristal negro, una santera gemía disgustos... y aferrando en una mano un pedrusco granítico, gritó a los niños una palabra que hizo que desaparecieran en el acto. La anciana Luisa se acercó a la caída, y le limpió la sangre, la levanto con imposible fortaleza, y se la llevó a una casa cercana...
De lo que allí pasó nadie supo hasta años más tarde, pero todos dicen que la Rosarito allí murió...
En realidad, fue la muerte quien llegó para llevarse su inocencia, porque el candor también se pierde cuando el alma se enfrenta a la desconfianza, la Rosarito perdió esa parte de niña que la hacía inmune a los vicios de la mal llamada humanidad; tuvo miedo, tuvo vergüenza, y una oleada de un sentimiento nuevo le apretó el corazón... La Rosarito odiaba y ese odio la hizo pensar en lo impensable, cerró los ojos e imaginó niños con rostros amoratados y costras de sangre pegadas a los orificios de la nariz, imaginó un puñado de pelos arrancados de raíz por sus otroras manitas blancas y por último se imaginó grande como los robles pateando cabezas hasta la orilla del lago azul...
“Ay mi Dios,
la inocencia se perdió,
¡la Rosarito ha muerto!
a todo el pueblo se anunció
y llego la noche,
más negra que una vida
a la que se le sesgara
hasta el último brote de alegría.”
La anciana Luisa no aplacó el odio de la recién iniciada, más bien atizó la hoguera de los rencores y tomó a Rosario como aprendiz de las artes que mantenía ocultas y que la hacían una santera. Aprovechándose de su ingenuidad, le torció el destino matándole poco a poco la vida, le dejó convertida en una piltrafa oscura.
Lo que de ella quedó paseaba por la empedrada calle con pesada carga en los hombros. Pesada e invisible. Sus ojos caían a peso en dos bolsas negras supurantes, de las que un liquido amarillento se derramaba en dirección a la mejilla blanca. Todos la evitaban y se sentían asqueados al verla con su batín negro y el pelo enmarañado, Ella miraba sin ver, mascando raíces y moviendo las manos cubiertas de verdes venas, señalando acertijos imaginarios...
La Luisa había vencido, señalaba toda la conglomeración de la Iglesia de Papá Juan, y las ancianas bordaban en sus butacas de cáñamo y retales de tela gruesa... la Luisa había vencido...
Una noche un grito espantoso salió de la casa vieja de la calle número tres... Cuando los vecinos salieron a la calle, una cabeza colgaba, cortada y sangrante, del marco de la puerta y un ojo de cristal negro le ponía nombre a la propietaria, de su boca deformemente abierta, una paloma intentaba salir... poco a poco, ante la estupefacción de todos, la paloma logro caer al barro de la calle, cubierta de sangre y líquidos pestilentes. Y pasados unos segundos, echó a volar con evidente esfuerzo.
Nadie supo jamás de Rosarito la bruja, unos dicen que la vieron al sur, allí donde la luna es grande y su color plata es más autentico, los otros erigieron una grutita para la paloma que envuelta en barro pereció.
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