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Cuando se abrió la puerta debió sobreponerse al espanto.
Ahora, tres años y veinte días después de su muerte, decretada con la determinación de una esposa despechada, su marido, como si el tiempo no hubiera pasado, como si las injurias hubieran sido insuficientes, como si tal cosa, abría con su propia llave la puerta de la casa.
Primero la sorprendió el horror, luego el delirio momentáneo, después la más viseral idiotez y por último la decencia y Plácida Rodríguez se descubrió con marido nuevamente.
Esteban Mariño, con el desparpajo de su tez mora y sus cejas pobladas enmarcando los ojos más deseados, se había ido a recorrer las costas de otras bahías, dejando la suya seca y devastada, como después de una tormenta y guarecida bajo las ropas oscuras, aún en el tórrido verano de aquellos días.
Desde ese primer instante de la huída, en que comprobó su soledad de mujer abandonada, se empecinó en la acérrima decisión de creerlo muerto: regaló todas sus cosas, cambió su cama matrimonial por otra de una sola plaza y se vistió de negro, cual digna viuda.
A fuerza de obligarse a no pensar en las otras vidas que estaría gastando su marido, se fue convenciendo de no extrañarlo y lo dio, perentoria e inapelablemente, por muerto.
Así vivió su viudez con tranquilidad y hasta con la dignidad heredada de generaciones de enlutadas, en la convicción de que mejor muerto que engañándola.
Pero como toda paz de estos mares del sur, su plácida tranquilidad de mujer sola, se vio interrumpida por la tormenta del regreso del marido pródigo, quien se instaló en sus dominios con la certeza del que fue amado aún en ausencia.
Eso, hasta el mismo día de su muerte, acaecida dos meses y cinco días después de su regreso y por los vicios adquiridos de casado y profundizados de soltero.
Tres días bastaron a Plácida Rodríguez para descubrir que su marido muerto, resucitado a fuerza de realidad y vuelto a morir, ahora con certificado de defunción, no tenía más que lo puesto y había gastado la poca fortuna de ambos en los menesteres bajos que frecuentan los, más bajos, marineros y jugadores.
Tres días le sobraron para tomar la decisión. En un paquete mal armado colocó las tan usadas prendas negras de viuda difícil, la constancia de deceso de su difunto adúltero y las menudencias que Esteban Mariño olvidó llevarse cuando la muerte lo vino a buscar. Y con la resolución de una mujer demasiado vieja para ser joven prendió fuego al bulto.
Con ese digno acto olvidó su condición de viuda nueva y adoptó las ropas de cualquier despechada y con la resolución de siempre emprendió la tarea de vengarse del infiel, planeando cada día con sus noches la estrategia para su próximo regreso.

Los veinticuatro años que le restaron, los vivió, Plácida Rodríguez, hablando del difunto como si estuviera vivo y odiándolo como si nunca hubiera regresado.
Eso para hacer menos lento el acompasado transcurrir del tiempo sin esposo.


Texto agregado el 12-11-2004, y leído por 313 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
01-12-2004 Excelente, bien narrado. Van mis felicitaciones y estrellas jorval
01-12-2004 Cada uno adopta la venganza que está al alcance de su mano; esta genial. Saludos. nomecreona
18-11-2004 Vaya con la mujer casada de decisiones tan extrañas. Interesante. Un placer leerte. meci
15-11-2004 Es un cuento muy bueno. Tiene algo especial que más que misterio yo creo que es un "algo siniestro", algo delicadamente morboso. Todos estos ingredientes lo hacen entretenido. Te felicito. Estrellitas. anitalu
12-11-2004 genial... de casi un respiro me lo tragué todo.... entusiasma leerlo, es como un film brasileño de época....ojo por ojo al final....ejej placebo
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