Las huestes de Juan Facundo Quiroga habían derrotado, en cruenta batalla y a las puertas de San Miguel de Tucumán, al ejército unitario que defendía la región, el cual se desbandó en completo desorden huyendo al Alto Perú su comandante, Gregorio Aráoz de Lamadrid. Era la tercera vez que el caudillo riojano entraba a sangre y fuego en esta ciudad norteña. Por ello, los tucumanos, que no simpatizaban con el invasor, sabían muy bien lo que les esperaba: destrucción, saqueo, ultraje y muerte.
Acallado el estrépito de la metralla y de las granadas, en vías de extinción los focos de incendio iniciados aquí y allá, un ominoso silencio cubría la ciudad asediada. Mientras se preparaban las represalias contra los vencidos, la tropa ocupante atendía los heridos, alimentaba los caballos y aprovechaba para tomarse un breve descanso luego del combate. Por lo pronto, varios escuadrones organizados al efecto capturaban a los oficiales que huían a campo traviesa, mientras que, en el casco urbano y yendo de casa en casa, detenían a los vecinos más connotados, agrupándolos en la plaza principal a la espera de efectuar los fusilamientos de rigor. Había un clima de gran tensión entre la población; el miedo marcaba el rostro de los pocos habitantes que se atrevían a transitar por las desoladas y polvorientas calles del poblado.
Facundo, satisfecho por el triunfo conseguido, que consolidaba su superioridad político-militar en el norte argentino, amén de permitirle vengar las afrentas infligidas con anterioridad por quienes ahora tenía a su merced, se había tendido relajado bajo la acogedora enramada del tupido bosque que rodea la ciudad de Tucumán...
“...Meditaba, quizás, sobre lo que debía hacer con la pobre ciudad que había caído como una ardilla bajo la garra del león. La pobre ciudad, en tanto, estaba preocupada con la realización de un proyecto lleno de inocente coquetería. Una diputación de niñas rebosando juventud, candor y beldad se dirige al lugar donde Facundo yace reclinado sobre su poncho. La más resuelta o entusiasta camina delante; vacila, se detiene, empújanla las que le siguen, páranse todas sobrecogidas de miedo, vuelven las púdicas caras, se alientan unas a otras y, deteniéndose, avanzando tímidamente y empujándose entre sí, llegan, al fin, a su presencia. Facundo las recibe con bondad, las hace sentar en torno suyo, las deja recobrarse e inquiere, al fin, el objeto de aquella agradable visita. Vienen a implorar por la vida de los oficiales del ejército que van a ser fusilados.”
“Los sollozos se escapan de entre la escogida y tímida comitiva; la sonrisa de la esperanza brilla en algunos semblantes, y todas las seducciones delicadas de la mujer son puestas en requisición para lograr el piadoso fin que se han propuesto. Facundo está vivamente interesado, y por entre la espesura de su barba negra alcanza a discernirse en las facciones la complacencia y el contento. Pero necesita interrogarlas una a una, conocer sus familias, la casa donde viven; mil pormenores que parecen entretenerlo y agradarle y que ocupan una hora de tiempo, mantienen la expectación y la esperanza; al fin les dice, con la mayor bondad:”
"¿ No oyen ustedes esas descargas ?"
“Ya no hay tiempo. ¡ Los han fusilado ! Un grito de horror sale de entre aquel coro de ángeles, que se escapa como una bandada de palomas perseguidas por el halcón. ¡ Los había fusilado en efecto ! ¡Pero cómo ! Treinta y tres oficiales, de coroneles para abajo, formados en la plaza, desnudos enteramente, reciben parados la descarga mortal. Luego, los soldados de caballería enlazan cada uno su cadáver y lo llevan arrastrando al cementerio, si bien algunos pedazos de cráneos, un brazo y otros miembros quedan en la plaza de Tucumán, y sirven de pasto a los perros. ¡ Ah ! ¡ Cuántas glorias arrastradas así por el lodo !”
De esta manera, con un estilo más literario que historiográfico, Domingo Faustino Sarmiento, en su memorable libro “Facundo” da una pincelada ineluctable al retrato del caudillo insurgente; de quien fuera, según el escritor sanjuanino, el arquetipo personificado de la barbarie que, por aquella época, señoreaba en buena parte del territorio nacional.
Sin embargo, más allá del crudo realismo impreso a la escena que describe el relato precedente, atribuir al caudillo riojano el monopolio de la crueldad como insinúa el texto sarmientino, sería incorrecto, incluso injusto. En efecto, la feroz represión que se desata en Tucumán cuando ingresan las montoneras triunfantes no fue más que la réplica, implacable y desmesurada por cierto, a otros tantos excesos cometidos por los adversarios del Tigre de los Llanos, de los que éste se tomó puntual revancha cuando la suerte de las armas le resultó favorable.
Cabe recordar que, apenas un par de años antes, las armas unitarias habían vencido a Quiroga sucesivamente en La Tablada y en Oncativo. En dicha ocasión, el coronel Deheza, quien, al igual que Lamadrid, era lugarteniente del general José María Paz, se encargó de poner en práctica un prolijo método de exterminio entre los federales capturados. Así fue como, una vez que los vencidos fueron agrupados en fila india, el propio Deheza recorrió la larga columna formada y, señalando a cada hombre con el dedo índice, los fue numerando en voz alta. A uno de cada cinco lo fusiló de inmediato delante de sus compañeros. Desde entonces, el método de “quintar” aleatoriamente a los candidatos al sacrificio habría de convertirse en modalidad de escarmiento ejemplarizador, tanto en uno como en el otro bando combatiente.
Con anterioridad, el tucumano Lamadrid había invadido la provincia de La Rioja, el “pago chico” de Quiroga, ocasión en la cual humilló a cuanto riojano encontró que podría parecer sospechoso de ser partidario de éste. Incluso, en el afán de apoderarse del dinero que suponía guardado en el solar familiar del caudillo, no tuvo escrúpulos en someter a maltrato a la mismísima anciana madre de Facundo, engrillándola por el cuello para obligarla a confesar el lugar donde presuntamente estaban ubicados los tapados, como denominaban en la época a los tesoros ocultos ex profeso. Es que, por entonces, no existiendo bancos donde depositar el dinero y las joyas, la gente de cierta fortuna escondía sus ahorros y pertenencias de valor cavando pozos en el campo o ahuecando columnas y tirantes en las casas y las estancias. Estos “depósitos” secretos se llamaban huacas o tapados y muchas veces constituían el botín de guerra del cual se apoderaban los bandos triunfantes a expensas de sus adversarios derrotados. Con tales “expropiaciones” se pagaban los salarios de la tropa y se reponían vituallas, enseres y armamento, entre otros gastos que debían afrontarse para mantener las interminables campañas militares.
Cuando entró en Tucumán, Facundo Quiroga guardaba un vivo recuerdo del oprobio que habían padecido parientes y comprovincianos a manos del ahora fugado general Lamadrid. Por eso, fue implacable con la plana mayor del ejército unitario y con los principales vecinos de la ciudad que le fuera tantas veces hostil. Estando allí, la venganza más sutil pudo consumarla cuando Lamadrid, desde su refugio en la vecina República de Bolivia, por medio de una epístola entregada en mano por su esposa, le imploró clemencia por ella y por sus hijos, que habían quedado demorados en la ciudad tomada. Facundo, rencoroso pero a la vez caballeresco con la dama, redactó de puño y letra la respuesta al enconado adversario, de la cual fue portadora la propia mujer, a la sazón liberada junto a la prole para que pudiera reunirse con el marido forzosamente ausente.
En la misiva Quiroga le recrimina a Lamadrid los vejámenes cometidos por éste en tierra riojana, en particular la agresión infligida a su madre con el objeto de apoderarse de los tapados del acervo familiar. Enojado, le escribe:
“Me viene Ud. ahora recomendando a su familia, como si yo necesitase de sus recomendaciones para haberla considerado como lo he hecho... sin acordarse de la pesada cadena que hizo arrastrar a mi anciana madre en La Rioja, ni de que mi familia fue desterrada a Coquimbo por sólo libertarla de los tormentos que Ud. le preparaba.”
Y, a continuación de realizar un minucioso reporte de todas las tropelías que le imputa, remata la carta con el siguiente párrafo contundente:
“Su familia ha sido despachada a reunirse con Ud. por haberla ella solicitado.¡ Adiós, general, hasta que nos podamos juntar para que uno de los dos desaparezca, porque esta es la resolución inalterable de su enemigo ! JUAN FACUNDO QUIROGA”
El encuentro final entre ambos adversarios nunca se produjo. Cuatro años después del suceso que aquí narramos, al Tigre de los Llanos lo asesinan vilmente en Barranca Yaco (Córdoba), esbirros de Estanislao López, el caudillo santafesino que profesaba gran aversión por su colega llanero. Crimen que, según puede presumirse con razonable seguridad, fue instigado por Juan Manuel de Rosas, dueño y señor de la provincia de Buenos Aires, quien, a partir de entonces habría de convertirse durante más de una década y media en el dictador, retrógrado y sanguinario, de toda la República.
En cambio, Lamadrid sobrevivió muchos años a su odiado contrincante, interviniendo en casi todas las grandes y pequeñas batallas que, entre federales y unitarios, rosistas y antirosistas, urquicistas y porteños se disputaron en el territorio argentino durante el siguiente cuarto de siglo. Con el cuerpo y el rostro cubierto por profundas cicatrices –cuando caminaba parecía un muñeco articulado- este guerrero incansable, despiadado como tantos y valiente como pocos, acabó sus días en estado de tremenda pobreza amasando hogazas de pan y confituras diversas en una modesta panadería de suburbio.
· De Facundo Quiroga a Facundo Demarchi
Quien lea el libro “Civilización y barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga” de Sarmiento es probable que quede hipnotizado por el convincente discurso que allí se despliega en contra del personaje histórico de marras. El texto de este ensayo, publicado en 1845, es tan formidable que resulta difícil dudar de la tesis rotunda que expone. El caso de las niñas tucumanas implorantes, que hemos trascripto, las cuales son burladas por Quiroga con cínica, lúgubre y perversa amabilidad, y que se convierten en cómplices impotentes del fusilamiento de sus propios padres, compone uno de los párrafos mejor logrados, mientras que suena inapelable la obvia moraleja política que deja la anécdota: “Facundo era un bárbaro”. Sin embargo, la historia nunca es unívoca y el acontecimiento que aparenta ser más evidente suele presentar pliegues complejos, motivaciones ocultas y sutiles y prestarse a interpretaciones diferentes.
Además, el historiador está sometido a las urgencias de su tiempo; ausculta en el pasado aquellas cuestiones del presente que lo perturban. Eso ocurre, precisamente, en este caso: Sarmiento, atacando la figura de Facundo, pretendía denunciar toda la barbarie del régimen rosista, su gran enemigo. Con dicho enfoque sesgado no percibió que Rosas y Quiroga no eran ni representaban lo mismo. Al contrario, todo hace presumir que la eliminación física de éste último fue pergeñada por el déspota palermitano para sacar del medio a un potencial adversario que podría cuestionar su hegemonía. En efecto, a diferencia de los demás caudillos provinciales, la mayoría de ellos “señores de la guerra” de mentalidad cuasi-feudal, que vivían atrincherados en sus limitados ámbitos locales (López, Ibarra, Heredia, Bustos), Facundo Quiroga barruntaba un proyecto de organización nacional que, tarde o temprano, terminaría con el poder absoluto que Rosas había logrado extender a todo el país.
David Peña, discípulo de Sarmiento y periodista en su diario “El Nacional”, realizó una investigación (50 años después de publicado el libro) y elaboró una nueva biografía equilibrada del caudillo riojano. Ésta resultó menos atada a las urgencias políticas que estereotiparon el cuadro pintado por el vehemente sanjuanino cuando luchaba en contra de la dictadura rosista.
En su tarea historiográfica Peña, un periodista rosarino de pluma afilada y prosa virtuosa, descubre varias cosas interesantes que por entonces eran ignoradas o, al menos, soslayadas:
En primer lugar, que Quiroga no debía ser identificado como una herramienta del tenebroso proyecto de Rosas, sino más bien considerado como su potencial antítesis;
En segundo lugar, que entablado el inevitable paralelo entre Quiroga y Lamadrid, queda descolocado el lugar común fomentado por la obra de Sarmiento, de tanta vigencia a fines del siglo XIX, por el cual se pensaba que los unitarios eran civilizados e instruidos, mientras que los federales, brutales e ignorantes.
Como lo demostró en conferencias, artículos e incluso con una obra de teatro que dirigió Pablo Podestá en 1906, Facundo Quiroga había sido en vida más educado y menos bárbaro que muchos de sus adversarios de entonces, como es el caso de Gregorio Aráoz de Lamadrid, un militar desalmado, inescrupuloso y de ostensibles limitaciones intelectuales. Aún así, a pesar de estos atributos –o gracias a ellos- fue un glorioso héroe de la independencia americana. De este modo, desmitificó a unos y reubicó a otros, recuperando para Facundo una dimensión de estadista que la versión anterior le había negado.
¿Cómo llegó David Peña a obtener una conclusión tan a contramano de la idea predominante en su época? Releyendo con cuidado la minuciosa (y bastante sincera) autobiografía escrita por el mismísimo Lamadrid; revisando, también, las incomparables Memorias del general Paz; consultando los últimos escritos del propio Sarmiento donde éste reconsidera algunas de sus opiniones anteriores; examinando, además, documentación original y el abundante epistolario en poder de los descendientes del protagonista principal, la que, según comenta en su libro, le fue facilitada por Alfredo Demarchi, nieto del legendario Tigre de los Llanos y pariente lejano de quien escribe estas líneas.
Por eso, porque además concebimos a la Historia, no como una mera especulación político-literaria o una indagación filológica de documentos antiguos, sino como un flujo ininterrumpido que, de una u otra forma, termina involucrándonos (incluso en términos genealógicos), nuestro hijo menor también se llama Facundo. Tal es así que, parafraseando a Jorge Luis Borges cuando evoca a Schopenhauer, diría que
“El pasado es arcilla que el presente labra a su antojo interminablemente,
porque nadie ha vivido en el pasado, nadie vivirá en el futuro:
el presente es la forma de toda vida.”
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GRAGEAS HISTORIOGRÁFICAS
Elaboradas por Gustavo Ernesto Demarchi, contando con el asesoramiento literario de Graciela Ernesta Krapacher, mientras que la investigación histórica fue desarrollada en base a la siguiente bibliografía consultada:
· Barba, Enrique: “Correspondencia entre Rosas, Quiroga y López”; Hachette, Bs.As., 1975.
· Borges, Jorge Luis: “Otras inquisiciones”; Alianza, Madrid, 1976.
· De Marco, Miguel Ángel: “La patria, los hombres y el coraje”; Planeta, Bs.As., 1998.
· Halperín Donghi: “De la revolución de independencia a la confederación rosista”; Paidós, Bs.As., 1972
· Luna, Félix: "Los caudillos"; Jorge Álvarez Ed., Bs.As., 1967.
· Newton, Jorge: “Estanislao López, el patriarca de la federación”; Plus Ultra, Bs.As., 1964,
· O´Donnell P., Pigna F., García Hamilton J.: “Historia confidencial”; Planeta, Bs.As., 2003
· Paz, José María: “Memorias de la prisión”; Eudeba, Bs.As., 1960.
· Peña, David: ”Juan Facundo Quiroga”; Emecé, Bs. As., 1999.
· Ramos Mejía, José M.: “Rosas y su tiempo”; Emecé, Bs.As., 2001.
· Ratto, Silvia: “Quiroga” en “Historias de caudillos argentinos”; Taurus, Bs.As, 2002.
· Sarmiento, Domingo F.: "Facundo. Civilización y barbarie"; EUDEBA, Bs.As, 1961.
· Sarmiento, Domingo F: "Facundo o civilización y barbarie en las pampas argentinas"; CEDAL, Bs.As., 1979
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