Todo empezó con los ojos de aquella tierna actriz
francesa.
Qué ojazos. Vaya película.
Una película que, siendo tremenda, no se aprecia en su
totalidad, sino que se queda reducida a dos adorables,
fascinantes, entre estrellas-lunas, ojos. A cada cual
más hermoso.
Luego, éstos te salen al paso en cualquier instante, en
cualquier pensamiento.
Y al acostarte, arropado hasta las cejas por un edredón
que pesa, saboreando la lisura de las sábanas recién
abiertas, y sintiendo el tibio irradiar del calefactor a tus
pies, te salen también.
Y con ellos la actriz francesa. Aunque es sabido que uno
ya previamente se ha documentado sobre la misma.
Nada extraño. Con frecuencia nos solemos enamorar de
la actriz de una película. Pero te “bajas” todas sus fotos
de Internet y, para el siguiente film, pues las borras.
El problema surge cuando también estás enamorado en
la realidad, de algo más ciertamente tangible. Y bueno,
confundes los sentimientos, que a la postre son los
mismos, y resulta que a la mínima que se te encoge el
corazón por unos ojos infinitos de una tierna actriz
francesa, se te llena el alma, en realidad, de tu amor
terrenal.
Dura exactamente esta emoción lo que se tarda en
apagar el calefactor porque ya no es tibia la sensación,
sino calurosa. Y te agobia...
Todo empezó con cambiar de postura, apretar la
almohada, intentar falsamente pensar de nuevo en
aquellos maravillosos ojos, en el planning del día
siguiente, o en “seguro que mañana la vuelvo a ver”... |