Cuando arrojé mi vida al mar dentro de una botella sin tapar no sabía que podía encontrarme con la libertad que ofrece el anonimato. Una vida nueva que poder destrozar –es lo que siempre había soñado- es lo que me esperaba al abandonar esta ciudad desierta llena de gente.
Llegué en abril con años por cumplir, vergüenza que mostrar y complejos que olvidar, y sin embargo parecía que a nadie le importaba...que bonita es la vida en mi monte de los olivos. Las farolas me ayudaron a comprender la oscuridad que me rodeaba, pero antes me mostraban el camino –las muy zorras- para que no pudiera engañarme diciendo que no sabía donde tenía que pisar después. “Todo está controlado”, me parece bien que pienses así, pero las mentiras son sólo vehículos de felicidad pasajera en los que repostar sale más caro que comprarse otro coche; sólo se podría afirmar esto en el caso de que no me conociera, y por desgracia creo que soy la única persona que no tiene el placer.
Mañana reiré con la misma triste sonrisa que llevo paseando segundo tras segundo los únicos días de mi vida, no recordaré haberme sincerado con las teclas de este electrodoméstico, podré decidir si prefiero jugar al fútbol o comer con alguna chica de la que poder enamorarme por unas horas (aunque mis temores no me permitan hablar de ello), podré cantar gol con la tranquilidad que asegura el no poder perder, pero sobre todo podré seguir dibujando la caricatura de mí mismo que más tarde venderé en la plaza mayor de algún pueblo, exagerando mis defectos y sobre valorando mis temores, al mejor postor...algunas veces impostor –es lo malo de ser bueno-.