Ahora el silencio emborrachaba sus lÃmites, para perderse en la maleza. Me hallaba en la soledad oscura de una ruta, con el auto averiado unos kilómetros más al norte. A lo lejos, muy de vez en cuando, dos pequeñas lucecitas atravesaban el asfalto adormecido. Caminé por la banquina ennegrecida, con el eco de mis pasos, que no hallaban retorno. Era tarde, la madrugada aún dormÃa tras los bosques, bajo una luna insomne. Me senté sobre el bolso, haciéndolo un bollito confortable, a la espera de auxilio. Un poco más tarde, una camioneta me encontró al borde del asfalto. Sus luces perforaron mis párpados cerrados, que ágilmente aceptaron viajar. El conductor me saludó, y partimos hacia mi pueblo. Entablamos una conversación ligera, ya que no querÃa darme a conocer. Me sentÃa mal estando allÃ, junto a un desconocido, pero era la única forma de llegar a destino. La charla se hacÃa cada vez más distante, como si las horas jugaran en contra de nuestra espontaneidad.
Ya era de dÃa cuando llegamos al pueblo. El llano de las casas, se perdÃa sigilosamente en la arboleda; como una cascada de recuerdos, que se iba abriendo entre sus ramas. Le pedà que fuera más despacio, para recorrerlo todo con mis ojos; el sendero rocoso paralelo al parque; sus bosques de pinos enmarcándonos las tardes; y el único cine semidestruido. Me perdà en la nostalgia; hacÃa casi dos décadas que no regresaba. El conductor, me interrumpió preguntando dónde iba; y casi sin titubear, le di mi dirección. El sólo nombrarla, me imposibilitó seguir hablando, y en un nudo de lágrimas me suspendà unos instantes. El sonido de una música me distrajo, para llevarme a la calesita de Don FermÃn, gambeteando la sortija entre los niños. Yo habÃa vivido allà hasta los 17 años, después, la suerte me llevo a la capital, para nunca más volver. Ahora regresaba a la casa de mis padres, ya desaparecidos, para venderla, y de paso a continuar aquel romance trunco. Desde la esquina, la cerca blanca cubierta de malvones, acudÃa a mi vista. La camioneta allà se estacionó; y después de agradecer, me retiré. Las cosas no habÃan cambiado casi nada; la tierra cubrÃa los muebles, como una magia respetuosa del pasado. Con nuestras fotos sobre el piano; el reloj cucú, velando mis sueños; o la silla mecedora con su mantita croché, a la par de la ventana. Mi cuarto permanecÃa aún como lo habÃa dejado; con el estante de muñecas sobre la cama; la colección de revistas de moda, y las pinturas de mamá. Esa noche no pude dormir; el perfume del cuarto me trasladó en el tiempo; corriendo en la vereda con las chicas del barrio; saltando a la soga, o en la clase de danza, que tanto me gustaba.
La mañana me despertó con el sonido del teléfono. Mi amor del pasado, intuÃa que ya habÃa llegado. Hablamos varios minutos con palabras entrecortadas, hasta que acordamos vernos por la noche. Mis brazos aún temblaban, después de la conversación;¡ lo habÃa extrañado tanto¡. La tarde me llevo a hurgar en el ropero de mi madre, ya que apenas habÃa traÃdo ropa. El trajecito azul Chanel era el indicado para la cita. Después del baño comencé a arreglarme; primero el pelo con un cepillado para adentro, luego el maquillaje sobrio, y por último la ropa. El espejo reflejaba la imagen, que siempre habÃa soñado para este encuentro. Ordené la comida, junto al champán en la heladera, y esperé su llegada. A las 21 en punto, Carlos estacionaba su coche. Lo espié por la ventana; con su cabello oscuro haciendo juego a su bigote varonil, una camisa celeste de seda y un ramo de flores en sus manos. La puerta se abrió, como una marquesina del teatro desplegando su hermosura, para perdernos en un abrazo apasionado. Después me prendà a sus ojos seductores, que me recorrÃan en todas direcciones, mientras su encantadora voz me decÃa: -â Como siempre echo un sol, mi pequeño Enrique de la infanciaâ.
Ana.
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