Cuando llegaba el domingo, Mercedes se levantaba nerviosa.
Mientras el aroma del café recién hecho impregnaba la casa, ella iba corriendo al cuarto de baño, se acicalaba con mimo, trenzando sus cabellos, se ponía colonia de la buena, y se vestía con sus mejores ropas.
Calcetines calados, zapatitos de charol, vestido de nido de abeja y lazos blancos en las trenzas.
Saltando por el pasillo llegaba a la cocina y encaramándose a la silla, degustaba un chocolate espeso con los churros que papá había ido a comprar a la churrería de Don Benito.
Con mucho cuidado para no mancharse, la servilleta puesta a modo de babero, rebañaba bien la taza hasta dejarla como si la acabaran de sacar del estante.
Esperaba este día durante toda la semana. Era día de visitas, y sabía que, ya de mañana, papá le llevaría en el renault doce amarillo a ver a tía Leo.
Hacía mucho tiempo que tía Leo vivía en un gran hotel de las afueras, tenía de todo: cientos de habitaciones, saloncito para las visitas, salón para ver la tele, sala de juegos, sala de manualidades, gimnasio, comedor… ¡Un paraíso!
A Mercedes lo que más le gustaba era sentarse en el jardín de atrás donde se situaba
una inmensa pajarera llena de pájaros de muchas especies diferentes, que cuando cantaban al unísono levantaban una algarabía tremenda y ella reía, porque tía Leo se tapaba las orejas con ambas manos y decía “parad ya condenados bichos”.
Mientras se montaba en el coche de papá, iba pensando en lo rara que era la tía. Una mujer que debía pesar por lo menos cien kilos o más, de eso estaba segura, muy rubia, pero ella sabía que ese color se lo ponía en la peluquería del hotel, con las largas uñas pintadas de rojo pasión, siempre llevaba vestidos de colores muy alegres, zapatillas negras de estar por casa, de esas que parecen zapatos sin serlo, muchos collares y pulseras, y lo más divertido, nunca, nunca se quitaba unas gafas como esas que llevaban los cantantes de Rocky Sarp and the Replays.
Además sabía un montón de cuentos y de historias curiosas que siempre insistía que habían pasado de verdad en su familia.
Tras ir más de una hora en el coche, llegaban por fin a esa enorme finca donde estaba el hotel. Papá le aupaba un poco y ella tocaba con todas sus fuerzas la campana que había en el portón de entrada.
Salía a abrir una señora vieja revieja con un vestido negro y un manojo de llaves tintineando en su cintura.
Siempre le sonreía y le tiraba de los mofletes mientras decía: “Hay que ver cómo crece esta niña”.
Luego les acompañaba a una salita azul con un cartel en la puerta que ponía “Sala de visita”. Se sentaban en aquellos enormes sillones de terciopelo que parecía que le engullían a una y esperaban a que llegase la tía.
Papá le daba la bandejita de pasteles que le llevaban cada domingo, y ella siempre les invitaba a compartirlos.
Mientras los comían tía Leo les contaba alguna de sus historias ante la mirada triste de papá y los oídos ávidos de la niña.
Luego regresaban a casa.
Un día papá dejó de acompañarla, y Mercedes iba sola en su coche, y seguía llamando a la campana del portón, seguía esperando en la salita azul, seguía llevando pastelillos.
Pero ahora era ella la que, con mirada triste, escuchaba las historias que su tía, enferma, seguía contando. |