Por tercera vez volvió su cabeza hacia lo alto del tronco. En su cuello humedecido, por el sudor, por las lágrimas, se marcaban con fiereza los conductos de su propia savia. A la vez salvadora y verdugo, la soga era su único nexo con la vida. Pendiente. Prendida. En su delirio, luchaba por recordar las letras, las ya pronunciadas, pero no conseguía distinguirlas de aquellas que tan solo había llegado a pensar. Frente a él, la descomposición. Su visión, su olor, le mostraban las imágenes de su futuro inmediato. Otro perdedor. Bailaba siguiendo las notas de un viento caprichoso, inquieto, rendido a sus juegos, como los demás, sólo que él aún podía respirar. Respirar. Apenas lo conseguía. Tenía que decidirse, aprovechar algo de la escasa lucidez que aún conservaba. La luz le abandonaba. La vida. Escuchó el seco crujido de una gruesa rama al partirse, justo encima, y los restos putrefactos le golpearon, en la cabeza, los hombros, la esperanza, el alma. Por tercera vez volvió su cabeza hacia lo alto del tronco. Sólo le restaba un intento, y quizá tampoco. Treinta, cuarenta, todos balanceándose. Comenzó a escuchar el chasquido de una nueva rama. Esta vez no soportaría el golpe. Tenía que gritar. El gigantesco árbol se estremecía exhibiendo orgulloso sus conquistas, sus presas, hediondas, antes de dejarlas caer. Su defensa. Sólo necesitaba una letra, pero incapaz ya de recordar las anteriores, comenzaba a dejarse arrastrar por la desesperación. Pocos habían soportado tanto, pocos tuvieron tantos aciertos. Temeroso, el árbol había decidido dar por concluida la partida antes de que el último participante, en un golpe de suerte, diera con la letra necesaria. A punto de partirse, la rama crujió de nuevo, y el cuerpo que sostenía comenzó a descender lentamente. Por tercera vez volvió su cabeza hacia lo alto del tronco, y gritó, gritó como sólo saben hacerlo aquellos que se descubren en el final, perdidos, sin escapatoria posible. Gritó hacia arriba, hacia el tronco, hacia la rama rompiéndose, hacia el cuerpo cayendo por sobre el suyo propio. Gritó hacia dentro y hacia fuera. Gritó con su voz y con su mente. Gritó deseos, miedos, sueños, victorias, derrotas. Gritó su vida, en un instante, justo antes de ser arrastrado por otro cuerpo en su caída.
Tras el silencio, en su lugar, un nuevo brote surgió, y en su veloz alejamiento del tronco se iba fortaleciendo para cumplir su misión. Esta vez, pensó el árbol, será más difícil.
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