Una maraña de pelos en el estómago, las patas húmedas hasta las pantorillas. Así quedaba nuestra gatita cada vez que lo veía o escuchaba su maullar siquiera y había pasado agosto. Que caray, pero así era.

Los choroyes chillaban en la ventana y al bajar las escaleras y ver sus revoloteos la felina se ponía en posición de ataque para cazar, pero todo era un fiasco, una estratagema para que creyeran que todavía era un ser salvaje. Ya no lo era. Tres años de comer uiscas la tenían así: Apoltronada, cabizbaja, burguesa. Sus últimas reflexiones existenciales la habían llevado a las sabias palabras: " Es lo que hay " como el norte y camino en su vida. Ambas realidades se habían fusionado y su mirada se había hecho pálida y distante con una pata en esta tierra y la otra en la inmensidad del aire. Para los otros gatos tenía una mirada taciturna y misteriosa, que los atraía, pero era sólo una mirada cómoda, cariñosa con ella misma. Por eso gozaba enormemente mirar desde lejos a este gato que insistía en cazar ratones o subirse a los árboles por deporte, porque también comía uiscas.

Sufría enterrando las uñas en los troncos y maullaba quejoso cuando no se podía bajar del árbol elegido. Verlo le subía la adrenalina. Como cuando ella se creía el sentido de la vida de los gatos y todas esas perogrulladas. Ya no creia en nada, bueno en los arrumacos entre felinos y en la libertad de subir y bajar las escaleras y contemplar la vida, en eso sí creía.

( continuará )