Los dos descansaban en la cama. Marcelo la miraba fijamente, y Valeria como que buscaba algo en su rostro, examinaba sus ojos tratando de descifrarle los pensamientos. Marcelo se dejaba estudiar, mientras le pasaba suavemente la mano por un brazo.
-Amo este brazo –le dijo Marcelo, despacio-, amo este codo, este antebrazo; amo esta muñeca, esta mano, esta palma; amo cada dedo, cada falange, cada uña de tus dos manos. Adoro tu hombro, y esa pequeña curva que se te hace antes de llegar al cuello; y adoro también tu cuello, y amo tu mentón, y tus orejas y tus pómulos. Amo tus sienes, y tu frente y tus cejas. Son tan hermosas tus pestañas, tus ojos verdes que ahora me miran. El lugar exacto donde empieza tu nariz -y mientras decía esto, Marcelo le pasaba el dedo por la línea de la nariz, al igual como lo había hecho con todo el resto- Amo tu nariz, su finura, así tan hermosa. Y amo tus labios rojos, tiernos como nada que haya visto antes; amo tus dientes los incisivos, los molares. Me encanta verte sonreír, como ahora; mataría por esa sonrisa. Moriría por esa sonrisa.
-¿Qué harías por mí, Marcelo? -preguntó Valeria en un susurro- ¿matarías por mí?
-Tú dime quién -dijo Marcelo, sin dudar.
-¿Morirías por mí?
-Tú dime cómo.
-¿Dejarías de escribir por mí?
-Valeria, tú eres mi literatura. Eres la razón por la que he escrito todo este tiempo. Yo pensaba que sería la poesía la única que podría sacarme del pozo, pero ahora sé que siempre fuiste tú. Ya no necesito escribir, tengo entre mis brazos toda la belleza que buscaba. Te amo, Valeria.
Valeria, sin hablar, giró sobre sí misma y le dio la espalda a Marcelo. Él la abrazó por la cintura y hundió la cabeza en su cabello, cerrando los ojos y preparándose para dormir.
-Yo no te amo -dijo de pronto Valeria, mirando la pared blanca del fondo, sin moverse.
Marcelo abrió de inmediato los ojos, sorprendido, y la abrazó con un poco más de fuerza, como temiendo que se fuera.
-¿Qué? -preguntó casi sin voz.
-Es que estabas tan solo, me ponías triste -Valeria se había dado vuelta y de nuevo miraba a Marcelo, quien ahora parecía perdido y no escucharla-; y todo lo que me contabas, cómo te sentías, lo mal que te hacía quererme. Pero yo no te amo, Marcelo. Lo siento.
Él le sacó los brazos de alrededor y empezó a deslizarse fuera de la cama. Sin decir palabra, se sentó en una orilla, dándole la espalda.
-No tienes que irte -dijo Valeria- quédate si quieres. Vuelve a la cama, Marcelo, quédate conmigo.
Él recogía la ropa del piso y se la ponía despacio, sin mirar a Valeria ni responderle. Ella lo dejaba hacer, observándolo apenada, resistiendo las ganas de abrazarlo. Antes de ponerse la camiseta, Marcelo se detuvo y, casi ocultándose, le dijo:
-No quiero estar contigo porque te doy lástima, porque te parezco patético o te da pena mi vida. Yo sí te amo, Valeria, estoy dispuesto a demostrártelo. Pero no quiero estar contigo si tú no me amas, como obligada. Simplemente no puedo estar aquí.
Se puso la camiseta, se paró y abrió la puerta. En el comedor recogió cuatro libros que había dejado en la mesa. Valeria oyó cerrarse la puerta de entrada y de un salto salió de su cama; se vistió en un segundo y corrió hacia fuera. Lo encontró bajando las escaleras, con un cigarro prendido en una mano y los libros en el brazo. Desde arriba, Valeria le gritó:
-¡Sí te amo, Marcelo!
Marcelo se detuvo unos segundos, sin darse vuelta. Valeria no podía verle el rostro. Luego él siguió bajando, al mismo paso, hasta desaparecer tras la reja.
Valeria pensó que lo mejor sería no seguirlo, por lo que se quedó un rato mirando la oscuridad y después empezó a caminar hacia la puerta. De pronto se dio cuenta, y bajó corriendo las escaleras. Pero Marcelo ya no estaba, se lo había tragado la noche.