Nuevamente estaba frente al semaforo. Cada día le daba la impresión de permanecer más tiempo en ese punto. Salía a la misma hora de casa, llegaba a la misma hora al trabajo, y aún así parecía que el tiempo se detenía en esa esquina.

Estaba casi seguro que la cuestión del alargamiento del tiempo había empezado al mismo tiempo que el extraño comportamiento de su esposa, que ahora pasaba horas y horas llorando, sin hablarle, sin escucharle... no entendía.

El semaforo cambiaba a verde, a rojo, a verde, a rojo, a verde... y los monitos seguián encendiendose y apagandose... pero él no se movía. Parecía como clavado en ese lugar, a veces cruzaba varias veces de un lado a otro, como esperando algo, como buscando, pero no se iba, ni siquiera se daba cuenta en qué momento el monstruo intangible que lo detenía lo liberaba y él parecía aparecer como por arte de magia en el trabajo.

Nunca se había relacionado mucho con sus compañeros y ahora le entristecía no haberlo hecho. La indiferencia que mostraban hacia él era mortificante. No podía recordar cuando había sido la última vez que había hablado con un compañero de trabajo. Parecería ridiculo pero tampoco hablaba con su esposa... vivía ahora en un mundo de silencios. Solo podía sentir un breve simulacro de paz en aquella esquina.

De regreso a casa pasaba tambien horas, o quizá eran segundos pero para él eran horas, justo en la misma esquina. Era como si lo atrayera, como un imán, como si lo atara, como si el monstruo intangible jugara con él un juego de estatuas.

Había empezado a odiar ese remanzo de paz. La esquina le asfixiaba, le torturaba, le sedaba, le tranquilizaba... le hacía olvidar aquel autobus que lo había matado meses atrás.