LA CALLE PRINCIPAL
Ya no llueve sobre las baldosas de la calle principal. El sol bruñe las azoteas despistadamente colocadas y las últimas gotas escapan, a regañadientes, a su cielo de cobijo y reunión. Es una arteria empalagosa, retorcida, heredera de una barroquismo cansino, que sirve más para despistar que para ordenar. Hay ejecutivos, escritores, actores, putas y curas que se dan los buenos días para por la noche merodear las pertenencias de un vecino confiado. La calle principal carece de silbatos y ademanes policiales porque son ellos, los viandantes y conductores quienes fabrican, a su modo, normas espontáneas que se renuevan a cada jornada.
Protegidos de la inclemencia que se despide, están bajo una marquesina de autobús dos jóvenes embarcados en un proyecto que añada más caos a la vida en la calle y alguna holgura económica a sus raídos bolsillos, esqueléticos y colgantes como el gaznate de un niño pobre. Uno le dice al otro que aquel comerciante apesta a euros, mientras el otro le dice al uno que la viejecita que se traba al subir a la acera no podrá seguirles muchos metros. Ambos sopesan las ventajas y mermas de una u otra opción. Finalmente, será la anciana la que pague el desequilibrio social: la recompensa será menor, pero la garantía de la operación está asegurada.
A medio día ya cubre la calle principal unos poderosos rayos que fingen ser los guardianes que no existen. Los ladinos adoptan un semblante de inocencia y caminan distraídamente mientras se aproximan a la viejecita. El mayor le da el alto y le solicita la hora con modos de urgencia. La mujer lo mira, y parece conocer su destino... Esboza una frágil sonrisa, casi despidiéndose. La temblorosa mano izquierda de la mujer abandona su garrote y hace un estiramiento de brazo que muestra a los enfermizos ojos del muchacho una mano envuelta en arrugas y tiempos consumidos. Tarda una eternidad en desvelar el mensaje que dibuja el reloj. Por fin distingue manecillas de segundero: “Son las diez, niño. Son las diez”, paladea las vocales como salidas de ultratumba. El otro, el otro niño más joven que husmea como un gato la comida que por fin le entregan, da un empujón sutil, casi invisible a la vieja que rueda por el suelo como una peonza sin control. Su cavernoso cuerpecillo es pasto de la velocidad y del humo de los coches que todo lo devoran, sacudiendo aquel fardo pesado que queda diseminado sobre la calzada a modo de las finísimas lluvias del amanecer. Los niños recogen el bolso que ha quedado huérfano y tirado, como ellos. Extraen el monedero. Lo abren y lo ponen boca abajo. Una pequeña hoja de papel antigua asoma su cabecita por la ranura hasta que cae meciéndose y describiendo un vaivén juguetón. No aciertan a sujetarlo. El mayor le da caza con su mano homicida, y lee su contenido con voz de triunfo: “Los vicios que atenazan la calle principal son insoportables. De seguir así, pronto todo será ceniza y destrucción. Sólo podrá leer este documento quien haya infringido la Divinas Leyes del Orden. Su cuerpo sufrirá un envejecimiento inmediato y con su pronta desaparición se continuará en el afán de la conservación de la raza”.
La cara de los niños se contrajo como las antenas del caracol amenazado, como la cara del animal ávido de sangre, y su carne lisa y fresca se alteró con brusquedad como si un terremoto interior hubiera apergaminado todas sus inocentes tersuras en una ahora justiciero y catártico.
Se hacía dueña de la calle principal una enorme mancha oscura. La noche caía y volvía a adueñarse de celosías y masas de hormigón ya un poquito más rectas, más alineadas. Al día siguiente dos nuevos viejecitos llevarían, apoyados en su bastón, el secreto redentor bien guardadito en su monedero, mientras disfrutarían de su último paseo por la calle principal.
Claudio Rizo.
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