Mi decisión de casarme fue tardía, pero había encontrado a una buena mujer. ¿Qué más podía pedirle a la vida? No, nada de boda. Reunimos a un reducido grupo de amigos y familiares. No llegábamos a doce personas.
Mi hijastro, un portentoso joven de 21 le pidió a la madre le permitiera llevar a su yunta (a parecer, uno de sus mejores amigos) al diminuto acontecimiento. Llegó cuando más de la mitad de los invitados se había marchado. Al verlo mi corazón dio un vuelco. Traté que nadie se diera cuenta.
- Mira, éste es un socio-, dijo mi recién hijo postizo a modo de presentación.
-Mucho gusto-dijo extendiéndome la mano con rostro cínico. –¿Nos conocemos?-me preguntó haciendo gala de su cinismo.
-No lo creo- le contesté yo con tranquilidad pasmosa.
Y así quedó nuestro primer escueto diálogo. En verdad, no lo conocía aunque sí nos habíamos visto en varias ocasiones. Ni siquiera nos habíamos dirigido la palabra.
Con el tiempo, aquel otro portentoso joven, uno diez años mayor que el hijo de mi mujer y unos veinte menor que yo, se convirtió en visita consuetudinaria en nuestra casa cada vez que mi hijastro iba a visitar a mi mujer. Supuse que mi heredado hijo, sin malas intenciones, le había comentado a su amigo sobre mi cierta solvencia económica cuando un día, encontrándonos solos en la sala me dijo:
- Se ve que con un simple sueldo no se monta un apartamento tan atractivo.
No le contesté o mejor dicho, le dije con una mirada directa a sus ojos lo mucho que le podía decir.
Y no pudo hablar más porque en eso se nos unían mí mujer y su hijo, pero ya, desde entonces, empecé a adivinar ciertas malas intenciones que no estaba dispuesto a tolerar bajo ningún concepto.
Pero él no cejó en su empeño.
- La vida está cada vez más cara y el dinero perdido- me decía cada vez que la oportunidad se proponía.
- Para eso trabajo duro, para que lo costoso de la vida sea menor.
No quería intervenir en asuntos familiares y decirle a mi mujer que la amistad con alguien que no trabajaba y que vivía como si lo hiciera con el mejor de los sueldos, no le convenía a su hijo.
Mientras tanto, el elegante amigo de mi hijastro asumía actitudes cada vez más audaces, rayanas con el deseo que pedirme dinero de forma implícita, lo que yo consideré claramente un chantaje que, como dije, no iba a tolerar.
Al ver que hacía yo oídos sordos a su pedido acabó diciéndome:
- Creo que veo a tener que hablar seriamente con “tu hijo”.
- No te atrevas a hacerlo; de nada te servirá para tus propósitos.
Pero al verle el rostro a mi hijastro al día siguiente me di cuenta de que habían hablado.
- ¿Te lo dijo?- le pregunté sin preámbulo alguno al hijo de mi mujer.
-Sí- contestó muy serio. Y no podemos permitir bajo ningún concepto que mima se entere que tú antes... que yo...
No lo deje concluir la frase.
No había transcurrido una semana –lo habían desvalijado de su costosa vestimenta adquirida en buenas boutiques, de su reloj de buena áurea apariencia y todos los dólares (no pocos), adquiridos gracia a su prostitición gay con extranjeros- cuando la policía ya estaba en la escena del crimen.
Noviembre 2004.
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