poses
-No me desabraces -me dijo esa noche cuando solté su cuerpo y giré hacia un costado, buscando en las sábanas vírgenes un poco de frescura.
En la mañana, al levantarme, recordé esa expresión: no me desabraces. Todo el día repiqueteó en mi cabeza. Miraba a alguien y pensaba que decía no me desabraces. Veía una vidriera y los maniquíes me hablaban lo mismo con su quietud. En fin, todo ese día se contuvo en esas tres palabras.
La noche no sé si decir llegó, pues siempre es así de inevitable. Me acosté y comencé a probar varias poses de dormir sin desabrazar. Sin que ella se diera cuenta.
Entonces ella apoyaba su perfil en mi pecho, su mano en mi cintura, su pierna derecha sobre la mía izquierda. A ratos roncaba; yo roncaba. Se despertó y me dijo date vuelta. Entredormidos, nos pusimos: ella delante de mí, las manos como pidiendo a dios, las piernas arrolladas y, como un calco de ella en escala de uno y medio, yo, abrazando su cintura y un poco más. Con la cabeza hacia atrás, evitando los cabellos que me causan alergia.
Veintitrés minutos más tarde, se levantó, fue al baño; la cama se me hizo interminable. Volvió. Sus nalgas heladas cambiaron mi posición. Nuevamente en cucharita, pero al revés. Al poco tiempo se despertó. No podía respirar bien, entredijo.
Sonó el despertador. Me levanté. Cubrí mi cuerpo, como siempre antes de salir a la calle. La besé. Atravesé la puerta, aunque debiera decir el marco. Fui a trabajar.
Esta vez los bostezos, el café y el sueño ocuparon mi día. Además del tic: levanto el sello, pongo la hoja, bajo el brazo.
Al fin de la jornada, ya deshecho por el sueño y el cansancio, retorné a casa. Sólo veía una cama en mi camino. Al cruzar, distraído, la última calle, un auto me atropelló. Perdí el conocimiento. Me di cuenta dos años más tarde (en esos redondeos que uno le da a la vida) cuando desperté en un hospital, abrazado por mi mujer que, al soltarme un instante, para secar sus lágrimas con una de mis camisas (siempre le quedaron mejor a ella) escuchó de mí... No me desabraces.
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