Ya les he hablado de la ciudad donde habito: edificios bajos, árboles de todo tipo, misterios de masones.
“Es un pueblo grande y precioso” decía mi padre después de negarse rotundamente a que estudiara en Buenos Aires “así que te vas para La Plata” y yo le había contestado “bueno” mientras tramaba la manera de mudarme a Buenos Aires, pero mi padre es un hombre de palabra y acá estoy. Aunque si sigo aún por estos lados es por elección propia, ya pasé hace rato la mayoría de edad, tiempo clave, según papá, para decidir lo que una quiere.
Me enamoré de la ciudad, y el domingo pasado ese amor aumentó gracias a una visita de mi madre, adorable señora con pocas ganas de madurar, y eso es algo bueno, lo sé, salvo cuando se encapricha con ciertas cosas y no hay quién la saque de su postura, en fin…
Hace unos años a la catedral le construyeron dos campanarios gigantescos y un lavado de cara general, cuestiones políticas, claro, pero a la gente le encanta ese tipo de cosas.
Mi madre, católica hasta los huesos, me dijo “llevame a la catedral”. Fuimos, ya dije que cuando se le ponen ciertas ideas es de gusto negarse y mientras ella le prendía a cada santo una vela a mí se me cruzaba por la cabeza el número de familias que podrían vivir bajo ese techo y pensaba, además, en lo insignificante que me sentía ante tantas muestras de grandeza. Luego de un par de horas escuché un “vamos” y sonreí aliviada, sonrisa que duró hasta la siguiente frase: “ahora nos toca subir al campanario”
Debo aclarar que le tengo terror a las alturas desde que, con siete años, se me zafó un pie de una de las ramas de la acacia donde estaba subida y caí tres metros sobre un colchón de hojas secas (tal vez por eso adore las hojas secas ja!)
Mi madre sabe todo eso pero no hubo miedo ni explicación que pudieran con sus ganas y me vi, protestando, aferrada con pies y manos a las paredes vidriadas de un ascensor que quién sabe cómo se sostenía porque sólo podía ver vacío mientras escuchaba de a ratos la voz del guía que hablada de sesenta y tres metros de altura. Ahí me dije “Melina, si salís de ésta sos Mandraque”
De pronto se abrió la puerta y estábamos dentro del campanario con vista a los cuatro puntos de la ciudad y casi me desmayo ante la belleza de la diagonal setenta y tres convertida en línea violácea por los jacarandaes en flor y de la plaza Moreno cuyos canteros son una copia exacta de los jardines del Palacio de Versalles representando las cuatro estaciones.
Aumentó mi asombro cuando el guía contó que al reemplazar la cruz central, puesta ahí en el siglo XIX, por otra más liviana se encontraron en el interior un escapulario de oro con una astilla de la santa cruz y un anillo cuyo significado todavía no se conoce.
Cuando "tocamos tierra" me emocioné muchísimo, no sé si por el alivio o por los misterios, y pensé en que acaso no soy Mandraque, pero que hubo magia, seguro.
La verdad, si alguna vez andan por estos lados, les recomiendo el paseo; eso sí, no me pidan que los acompañe, para mi memoria y mis miedos basta con una vez.
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