El pueblo de Lebu despertaba lentamente a esa hora de la mañana. Las chimeneas de las modestas viviendas del sector de la Población José Miguel Carrera lanzaban al aire sus volutas de humo, que se confundían con la neblina matinal, característica de los pueblos costeros. Entremedio de ella se adivinaba el sol que a esa hora recién comenzaba a despuntar.
Por el camino de tierra, en grupos o individualmente, los mineros y los trabajadores forestales salían a esperar los camiones que los llevarían a la faena, iluminando el paisaje matinal con sus cascos naranja o verdes y sus pañuelos multicolores al cuello. Provistos de bolsos en los que llevaban el “manche” y colgando al hombro las “charras” con el café que serviría para la colación del mediodía, caminaban charlando animadamente.
Entre un grupo de forestales y mineros iba Rudecindo. Hombre fuerte, bajo de estatura, de rostro moreno y cruzado por prematuras arrugas, cejas pobladas, ojos oscuros y mirada mansa, manos fuertes y callosas. De voz profunda y hablar cansino, tenía el acento característico de la gente del puerto, reminiscencia tal vez de un pasado en alta mar.
Rudecindo estaba a cargo del ascensor en la mina “La Esperanza”. El accionaba el motor que subía y bajaba el canastillo con los compañeros que entraban al socavón y luego se encargaba de sacar la tosca y cargarla en las correas transportadoras, que llegaba hasta unas pilas que se iban formando hasta cierta altura y luego se trasladaba la instalación un poco más allá para comenzar un nuevo montículo. Al principio se hacía en carretillas, pero el negocio había estado bueno y de a poco, el patrón había implementado un sistema automático aliviando de esta manera el trabajo de los obreros. El era disciplinado. Llegaba siempre a la hora y cumplía concienzudamente su labor. No había queja del capataz. Debido a lo mismo, había sido promovido a “encargado del ascensor” puesto delicado y que requería de mucha concentración, porque el sistema era el motor de la faena. Cualquier distracción podía provocar una tragedia de incalculables consecuencias, ya que accionaba el transporte en el pozo de más de cien metros que habían excavado, vía por la que se realizaba importantes faenas. Lentamente, su trabajo se había transformado en rutinario y luego de un tiempo de práctica, era experto en el manejo del artefacto. Estaba contento con su trabajo, sobre todo porque le había permitido mantener su hogar. Cuando tenía algún tiempo de descanso, pensaba en Amalia, su joven esposa. Ella era su consuelo y su dicha. Con ella se olvidaban las penas. Cuando volvía a casa, siempre estaba en la puerta esperándolo y lo recibía con una gran sonrisa, contándole pequeños sucesos del día. Aún no tenían hijos, pero él no perdía las esperanzas. Sí, no tenía dudas. Era feliz en su pequeño mundo. En la faena eran varios. Ciento veinte que trabajaban en tres turnos. Entre ellos había gran camaradería y se conocían todos. Había jóvenes y no tanto y bromeaban especialmente en la hora de la “chepa”, la colación, que se tomaba a media jornada.
En esa oportunidad se juntaba todo el turno y bromeaban. Se hablaba de deportes, de los amigos que ya no estaban y también de mujeres. Se hacían chistes y algunos, los que tenían más confianza, se burlaban del otro por tener la mujer más bonita o la más fea. A él no le gustaba que hablaran de su mujer. Siempre tenía problemas por lo mismo. Más de una vez tuvieron que sujetarlo por tratar de agredir a algún compañero que se permitió decir que él tenía una mujer “muy rica” o “buena p’a la cama”. Todos sabían que la mujer de Rudecindo era hermosa. Que era muy extraño que la hubiera conquistado, porque era veinte años menor que él y porque además era pobre y no tenía como darle las comodidades que una mujer así se merecía. Sobre todo el Sergio. Con él se había trenzado más de una vez en ardorosas disputas que habían estado a punto de terminar a golpes. Según decían, se las tenía prometida al viejo. Una vez llegó a decirle que no se descuidara; porque la Amalia “tendría que caer con él”.
Y así fue. Una tarde que volvía del trabajo la encontró acostada en la cama, en medio de un desorden general de la casa. Ella, arropada hasta el cuello, sollozaba quedamente. En pocas palabras se enteró de lo sucedido. Efectivamente había sido el Sergio, su compañero de trabajo. Con rabia e impotencia, hundió la cara entre las manos y luego consoló a su mujer. Después salió al aire fresco. La brisa marina que a esa hora soplaba suavemente le ayudó a calmar la angustia. Estuvo largo rato contemplando el horizonte y las quietas aguas del mar, con la luna reflejada en suaves rayos de plata jugueteando entre las olas. Más tarde, cuando ya caía la noche, volvió a la casa con una resolución ya tomada. Le dijo a la mujer que saldría un momento y que se durmiera tranquila, que él volvería luego. Resueltamente se encaminó hasta la faena y esperó a que saliera el turno. Cuando notó que ya no quedaba nadie, se acercó a la caseta donde estaban los comandos del ascensor. Trabajó arduamente y ya cerca de la medianoche, retornó a su hogar. Aún estaba prendida la luz de la modesta vivienda y cuando entró, conversó brevemente con su esposa y luego se durmieron. Al día siguiente se fue muy temprano a la mina. Sabía que su enemigo también llegaba a esa hora y era el primero en bajar. Era el “lamparero” y tenía que preparar el equipo para el resto de los trabajadores. Cuando llegó lo saludó como siempre. El hombre más joven se notaba un poco nervioso y presentía que tendría que enfrentar la furia del viejo. Pero no tenía temor. Estaba decidido a afrontar lo que viniera. Total, cualquier cosa valía la pena después de la experiencia vivida. Había sido inolvidable. De sólo pensarlo, se sonreía. Rudecindo lo saludó como todos los días. Nada denotaba que sospechara algo.
“¡Este viejo es más tonto de lo que pensé” -se dijo para sus adentros y siguió amontonando las lámparas en el interior de la jaula. Cuando estuvo listo, cerró la puerta y le gritó
- ¡Ya, viejo. Estoy listo!
- “Yo también” – pensó el viejo y tiró con fuerza la palanca que accionaba el ascensor.
Con movimiento suave el carro inició el descenso, más, súbitamente, un ruido seco anunció que se había cortado el cable de acero que lo sujetaba. Tomó velocidad y comenzó una caída vertiginosa, cada vez mayor. Un grito de horror fue lo último que se escuchó antes de que la jaula chocara brutalmente contra el fondo rocoso de la mina.
El viejo se asomó al borde y oteó el fondo del socavón. Luego se volvió a la caseta, desactivó el ascensor y se fue tranquilamente a su casa. Era sábado y el jefe le había pedido que avisara a Sergio que no viniera a trabajar, porque ese día lo había dado libre y no volverían a la faena hasta el próximo lunes.
Cuando llegó a su casa, Amalia le preguntó por qué había ido a la faena, si estaba libre hasta el lunes.
- Fui a arreglar el ascensor -dijo y se sonrió.
FIN
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