El río Lebu se estiraba como cinta de plata bordeando los cerros que rodeaban al pueblo minero del mismo nombre, protegiéndolo de los vientos del sur, y recibiendo a esa hora, los rayos directos de un sol extrañamente cálido para esa época del año. El verano se había terminado y no era habitual que hiciera tanto calor en el otoño que comenzaba normalmente con días nublados y lluvia.
Por las orillas campesinos caminaban pacientemente tras los bueyes uncidos al arado, como antiguamente, tal cual si fuera una comunidad intocada por el progreso. Bandadas de pájaros descendían de tanto en tanto a alimentarse con las lombrices e insectos que levantaban los animales a su paso y con ruidosos cantos, seguían tras ellos semejante a una nube de variados colores que se confundía con las otras, que en delicados copos de algodón se deshacían alargándose en el cielo azul brillante del mediodía. A pesar de la distancia un aroma a tierra fresca se respiraba en el aire el que llegaba a los boteros, que a esa hora transitaban por el río. El verde de los bosques y prados contrastaba con el color marrón de la rica tierra de labranza, que se abría generosa, dispuesta recibir la semilla que más adelante germinaría en amarillos granos de trigo, en el ciclo interminable de siembra y cosecha. Lentamente este paisaje cambiaba de aspecto, a medida que avanzaba el bote y a estas tierras de sembradío se sucedían zonas de bosques y matorrales desordenados. Entremedio se divisaban algunos grandes sectores, con plantaciones de pino, rigurosamente alineados pertenecientes a las poderosas empresas forestales de la provincia.
El Rucio volvió la vista de esta imagen bucólica que se apreciaba a la distancia, sumergió el remo y tiró pesadamente hacia atrás. Estaba cansado. La tediosa faena requería el empleo de toda la fuerza que podía desarrollar. Le dolían las manos y sentía los brazos agarrotados por el esfuerzo. Aún cuando había cumplido recién los veinticinco años, el tremendo esfuerzo de mover el bote cargado era sobrehumano. Sus brazos largos y fibrosos, se hinchaban con el esfuerzo, cada vez que se estiraba y encogía para remar. Sentía arder la cabeza y el pequeño jockey que llevaba, le parecía que no le ayudaba en nada a protegerlo del sol inclemente. La transpiración le corría en gruesas gotas por la frente y la espalda y le producía una especie de escalofrío al bajar desde la cabeza. “me voy a tener que cortar un poco el pelo” pensó para sí cuando se sacó el gorro y se pasó la mano por la larga cabellera “da mucho calor con esta “peluca”. A cada brazada, le dolían más las manos. Estaba habituado al trabajo duro y las tenía encallecidas; pero igual sentía el dolor cada vez que empuñaba con fuerza el remo. A pesar que venía bajando el río la pequeña embarcación se movía con dificultad, debido a que a esa hora “venía de llena”.
Por enésima vez hundió el remo mirando a Peyuco, su compañero que sentado a babor repetía la misma operación, con similar cansancio. Se miraron a través de la embarcación y sonrieron. No obstante que era otoño, el sol alumbraba excepcionalmente y pegaba con fuerza a mediodía, deslumbrándolos con el reflejo en el agua, lo que les hacía restregarse los ojos de tanto en tanto.
-Ya falta poco, compañero- dijo Peyuco frotándose las manos.
La faena era dura y al igual que el Rucio, tenía las extremidades acalambradas. La boca seca y un sabor acre le hacían añorar una jarra de cerveza helada. Sentía que mientras más pensaba en el refresco, más le corría la transpiración. Se sacó por un momento el gorro de lana que le cubría la cabeza y se secó la frente con la manga de la vieja chaqueta, a la cual le colgaba un bolsillo medio rajado, semejante las plumas de una ala rota. Tenía algo más de cuarenta años, cuerpo pequeño pero fuerte. De rostro moreno y curtido por el sol, debajo de unas cejas pobladas, brillaban sus ojillos negros inquietos. Un pequeño bigotillo sobre los labios gruesos, le daban un cierto aire ratonil, que variaba cuando sonreía, dulcificando un tanto su apariencia.
Guardaron silencio y siguieron en la tarea. El paisaje era el mismo y se sucedía una y otra vez y ya no les llamaba la atención. A veces una leve brisa les llevaba el aroma irritante del carbón que habían apilado a un extremo del bote y les hacía arriscar la nariz. No, definitivamente no era una vida fácil la que llevaban y eso lo habían hablado muchas veces. Peyuco soñaba con tener dinero, sacarse un premio en algún juego, de esos que reparten millones “o tal vez miles de millones” se dijo. Se entretenía con estos pensamientos mientras remaba. Se veía rodeado de comodidades en una hermosa casa y haciendo lo que más le gustaba: no hacer nada y beber cerveza. “si tuviera dinero, sería feliz” reflexionó.
Las aspiraciones del Rucio eran más simples. Deseaba tener su propio bote y continuar con el trabajo en el río, hacer algo de dinero y casarse. Su vida se reducía a cosas muy simples: trabajar, conversar con los amigos, alguna pichanga y mirar a las muchachas del pueblo. A pesar que había pololeado una vez, la experiencia no había sido muy grata. Fue algo corto. Aunque no era mal parecido, alto, de ojos claros y cuerpo atlético, cabello largo y suavemente ondulado, su carácter tímido y retraído le dificultaba relacionarse con las mujeres. Su romance duró como tres meses y al final la niña se aburrió porque nunca tenia dinero para invitarla a nada. A pesar de todo, no ambicionaba el dinero. Pensaba que lo importante era el trabajo honrado y estaba seguro que si perseveraba en cualquiera labor que acometiera, al final el resultado sería próspero. Lo único que le alababan las amigas era que no bebiera, como la mayoría de sus amigos. No lo hacía por eso de la iglesia y por las palabras del pastor, pero sentía que nunca le había hecho falta. Con el Peyuco había hecho buena pareja, aunque le molestaban la ambición y codicia desmedida de su compañero que lo motivaba a todo. Por eso habían discutido más de una vez, pero siempre él cedía, porque no estaba en su carácter enemistarse con las personas. Prefería perder una discusión que al amigo.
Venían de vuelta de la jornada, la que habían cumplido más rápido de lo pensado. Se dedicaban a sacar carbón que afloraba en los remansos del río, el que luego limpiaban y vendían por las casas del pueblo. El bote se veía ligeramente hundido por el peso del mineral, lo que hacía más dura la tarea de remar.
Estaba sumido en estos pensamientos cuando súbitamente su remo quedó atascado y al tratar de empujar como lo hacía normalmente, no pudo porque había tocado algo en el fondo.
- ¿Qué le pasó, compañero? -Dijo Peyuco, al ver que el bote daba un violento barquinazo y quedaba atravesado en el río.
-No sé -Dijo el rucio extrañado -Parece que hay algo aquí en el fondo.
Maniobró con el remo, tratado de zafar el bulto que impedía avanzar.
-Aquí hay algo y debe ser grande.
-Trate de moverlo a ver si podemos subirlo, socio –Instruyó Peyuco, dejando el remo a un lado y acercándose al otro costado
- Páseme el “gancho”, compañero. Ahí viene subiendo algo –Dijo estirando la mano
Prestamente le acercó la herramienta pedida.
-¡Ahí viene, ahí viene! ¡Tira, tira para arriba! -Gritó Peyuco, tomándolo con las dos manos.
-Lentamente comenzó a emerger de las aguas del río un bulto grande de color negro
-¿Qué cosa es? - Dijo el Rucio, mirando con atención.
Tiraron un poco más y bajo la forma negra, apareció algo de tela más clara. Se miraron desconcertados por un momento y exclamaron casi al unísono.
-¡Es un muerto...! -Y lo soltaron horrorizados. Se sentaron en sus respectivos sitios y quedaron un segundo en silencio, con la vista clavada en el horizonte sin atreverse a hablar. Luego de esta pausa, se miraron temerosos y se acercaron nuevamente al borde del bote. El bulto todavía estaba agarrado con el gancho y afirmado con cordeles.
-Y ahora ¿qué hacemos? -Dijo Peyuco, rompiendo el silencio.
-Ahí sí que no sé- Respondió el Rucio, después de un momento.
-Mejor devolvámoslo al agua
-No sé- Dijo el Rucio, asustado – yo con “finaos” no me meto
-No lo podemos dejar aquí. Capaz que sea alguien conocido –Dijo, secándose la transpiración con un pañuelo
Se miraron nuevamente.
-Veamos quién es, entonces – Dijo Peyuco, incorporándose con viveza.
-¡Yo no lo toco! -Exclamó el Rucio- echándose atrás, espantado
- No puedes ser tan cobarde. Ven, ayúdame -Dijo el hombre luchando por mantener a flote el cuerpo
- No. Cómo se le ocurre. Después van a decir que fuimos nosotros. ¡Está loco! Devolvámoslo al río mejor será -Dijo el aludido, arrinconándose aún más
- Oye, no sabemos si lo mataron, si se suicidó o si se cayó de un bote o algo. Ya, déjate de payasadas y dame una mano –Agregó Peyuco, estirándose para tomar el cuerpo que flotaba a la orilla del bote. Forcejeó un momento venciendo su natural recelo, hasta que consiguió voltearlo y lo miró atentamente. El Rucio se acercó tímidamente, atisbando al occiso con curiosidad, por si le resultaba conocido. Viendo que no era ninguno de sus amigos, se aventuró un poco más.
-¿Lo conoces? dijo Peyuco
-No. No es ninguna persona conocida. Será mejor que lo deje ir.-Y volvió a su rincón
-¡No! Ya lo que lo encontramos, debemos sacarlo -Reflexionó Peyuco y siguió manipulando el cuerpo.
-¡Oiga! ¿Qué está haciendo? –Exclamó el Rucio, al ver que Peyuco trajinaba el cadáver.
-¡Qué voy a estar haciendo? ¡Buscando alguna identificación del hombre! -Repuso éste, hurgando en los bolsillos
-Se va a meter en problemas –Sentenció el Rucio
-No seas cobarde –Repitió Peyuco-Sólo quiero saber quién es este pobre hombre-Agregó al tiempo que extraía una billetera de un bolsillo interior. Se irguió y la sacudió suavemente para que cayera el agua. La abrió con cuidado y examinó el contenido.
-Se llama Fernando Díaz –Le dijo a su compañero –Parece que es de Santiago. Mira aquí está la licencia de conducir –Agregó y le tendió el documento al otro. El Rucio se echó hacia atrás y exclamó aterrado.
-¡Yo no toco nada de ese cadáver y usted debería hacer lo mismo!
-¡Pero no puedes ser tan cobarde, hombre! Si ya está muerto. ¿Qué te puede hacer ah?, dime –Volvió a inclinarse para seguir con su examen. Le abrió el grueso chaquetón de lana negro y hurgó al interior. Revisó los bolsillos y no encontró gran cosa. Sólo algunos boletos arrugados que parecían de peajes y algunas monedas. Al palpar el cuerpo más abajo, sintió algo parecido a un paquete adherido a la cintura. Volteó el cuerpo nuevamente y trató de desprenderlo. Haciendo un esfuerzo, logró zafarlo y lo tiró con violencia. Una vez liberado, lo tiró en la cubierta del bote. Era un paquete rectangular cubierto con plástico negro y de cierto peso. Lo miró con curiosidad y lo sopesó intrigado.
-¿Qué encontró ahora? –Dijo el Rucio, desde el otro extremo del bote, donde se había refugiado.
-No sé. No sé lo que puede ser -Repitió Peyuco- Mejor lo abrimos para salir de dudas.
-¡No sea loco, hombre! Pueden ser drogas o algo peor -Replicó el otro mirando a hurtadillas
-Ya está aquí y hay que verlo no más –Argumentó Peyuco y extrajo un cuchillo de sus ropas. Con cautela procedió a romper el envoltorio por un lado y lentamente levantó un pedazo de lo que había roto. Bajo éste, se veía un papel de color café y más abajo, papel de diario.
-¿Qué será esta cuestión? -Dijo en voz alta y siguió en la faena. Desenvolvió totalmente el paquete y al ver el contenido, se echó violentamente hacia atrás.
- ¿Qué es, qué es? –Preguntó el Rucio, sin atreverse aún a acercarse, alarmado por la reacción de su compañero.
-¡Mira, mira esto! -Exclamó el otro excitado– ¡Mira! ¡Si es un tesoro!
El Rucio finalmente venciendo sus aprensiones, se acercó. Lo que vio lo dejó estupefacto. Derramados al interior del bote había quedado una cincuentena de gruesos paquetes de billetes de alta denominación. Quedaron en silencio un momento y luego se miraron. El Rucio fue el primero en hablar.
- Y ahora, ¿Qué hacemos? – Dijo mirando a su compañero
- No sé. Lo repartimos, no más. – Replicó éste sosteniendo la mirada.
-¡Cómo se le ocurre, oiga! Si eso no es de nosotros. –Repuso el Rucio excitado y agitando las manos.
La pequeña embarcación se había atracado a la orilla del río y varado suavemente, con el cuerpo atado a un costado. El panorama era desierto en ese lugar y sólo se escuchaba de vez en cuando el grito de alguna gaviota extraviada y de pájaros que escarbaban en los campos aledaños, preparados ya para la primera siembra del año.
Peyuco quedó en silencio un momento observando el revolotear de las aves. Volviéndose a su amigo, le dijo pausadamente:
- Mira, Rucio. Nosotros somos pobres. No tenemos nada. Tú ves que nos sacrificamos cada día por ganarnos el pan honradamente. Dime ¿Por qué no vamos a poder quedarnos con este dinero que soluciona todos nuestros problema, si este hombre ya está muerto y nadie sabe que está aquí, ah? Dime, cuál es el problema.
El Rucio lo miró brevemente y guardó silencio. Bajó la mirada al suelo y luego de un instante le respondió.
-Peyuco. Yo sé que somos pobres, no tienes necesidad de decírmelo. He pensado muchas veces que si tuviera dinero, haría algunas cosas que me permitieran cambiar la vida…
- ¡Eso es! –Le interrumpió Peyuco- De eso se trata. ¡Yo también he soñado con eso! ¡Imagínate, ahora tenemos la posibilidad!
- Pero no de esta manera –Continuó el Rucio también pausadamente. Piensa por un momento que ese hombre debe tener familia que lo está buscando y es deber de nosotros dar aviso a la policía y entregarlo a su mujer, a sus hijos, si es que los tiene. Nos sabemos
-¡Eso! No sabemos. Por lo tanto no tenemos responsabilidad por este hombre –Razonaba Peyuco, tratando de convencer a su compañero. – Sólo tenemos que devolverlo al río y ya está. Alguien lo encontrará después y lo entregará como tú dices, a la familia.
-¡No! No es lo mismo. Nosotros lo encontramos y debemos entregarlo. Eso es lo que debe hacer un cristiano.
-¡Ya salió el cristiano! –Replicó Peyuco, con enfado- ¡Mucho te habías demorado en sacar la religión…!
- Si no es la religión. Es que las cosas tienen que hacerse porque así lo dice la conciencia. –Agregó, gesticulando aparatosamente.
-¡No me vengas con esas payasadas! ¡Aquí hay plata que nos puede resolver el problema a los dos para toda la vida y no voy a dejar pasar la oportunidad! –Sentenció el hombre, cada vez más exasperado.
- No seas así, Peyuco.-Trató de razonar el joven – No es plata limpia. No te va a servir de nada.
-¡Tú eres el que no quiere entender! Nadie va a saber de dónde salió. Le diremos que encontramos un cofre escondido o un tesoro que estaba enterrado a la orilla del río. Nadie tiene que saber la verdad
-Nosotros lo sabremos. –Respondió rotundo el Rucio. – Y es un cargo de conciencia que yo no quiero tener. Así que vamos a subirlo al bote y lo llevaremos.
Dicho esto, se incorporó y se aproximó al borde, donde estaba el cuerpo. El otro, presto se puso de pie. Su rostro se desfiguró. Primero se encendió y luego se puso pálido. Sus ojos se achicaron y la mirada tomó un aspecto feroz y decidido. Casi gritando le dijo:
-¡Un momento compañero! ¡Aquí nadie va a hacer nada! ¡Yo soy el dueño del bote y yo mando aquí! ¡Se va a hacer lo que yo digo! -Exclamó interponiéndose entre el joven y el cuerpo. Le colocó una mano en el pecho y lo empujó con violencia.
Sorprendido, el joven cayó sentado en el travesaño del bote. Pasado el primer momento de sorpresa, se incorporó y replicó, también con violencia
-¡A mí usted no me va a asustar! ¡Yo no voy a permitir que se cometa un robo delante de mí! Vamos a hacer las cosas bien hechas y llevaremos el cuerpo del hombre y el dinero a la policía. Ellos saben qué hacer en estos casos. –Dicho lo cual avanzó resueltamente hasta el borde del bote. En tanto Peyuco, viendo que no podía razonar con el joven, sintió que una furia ciega lo invadía ante la posibilidad de perder la fortuna y buscó con la vista algo para detener al joven. Sobre cubierta estaba el cuchillo con que había abierto el paquete y lo tomó. El muchacho estaba de espalda y sintió con terror la primera estocada. El metal le perforó el tórax a la altura del pulmón izquierdo. Se volvió incrédulo a mirar a su compañero y cuando quedó frente a él, Peyuco, con los ojos inyectados en sangre, la boca en una mueca terrible y mirada asesina, le asestó una segunda puñalada, esta vez certeramente en el corazón. El joven abrió los ojos enormemente, se asió a las ropas de su amigo, trató de decir algo y resbaló lentamente hasta el piso del bote. El hombre, al ver el cuchillo ensangrentado, lo lanzó lejos, a la pequeña playa y quedó con la vista fija en el cuerpo de su joven amigo que yacía boca abajo en el piso de la pequeña embarcación. Lentamente se formaba un charco de sangre, que empezó a manchar algunos paquetes de billetes de la cubierta. El hombre los apartó con el pie y luego se sentó en el travesaño. El sol ya había pasado el cenit y daba comienzo a la tarde. Desconcertado, Peyuco fue recobrando la calma y comenzó a balbucear refregándose las manos:
-¡Te dije, hombre…te dije! Por qué no me hiciste caso... Si lo único que quería era que fuéramos los dos ricos... –Y hablaba como si el otro le pudiera escuchar. -Que no tuviéramos más problemas, pero dale con que no. Que era malo. ¡Cómo va a ser malo tener plata...!
Pasada la primera impresión, quedó absorto un momento, tratando de tranquilizarse. Se miró las manos. Estaban cubiertas de sangre y temblaba todo su cuerpo.
- Y ahora ¿qué voy a hacer? –Se preguntó- y una nube de lágrimas lo invadió. Lentamente aflojó la tensión, dejó caer los hombros y las lágrimas rodaron blandamente por su hirsuta barba, mojándole el pecho y la camisa. Pasado un momento, se inclinó al borde del bote y enjuagó furiosamente sus manos, para sacar la sangre que ya comenzaba a secarse. Luego volvió al asiento y contempló el cadáver de su amigo. Quedó con la vista perdida y así estuvo mucho rato. Pasó una hora a lo menos y repentinamente se levantó con decisión. Tomó un pequeño remo metálico de emergencia y se encaminó a la playa. Miró a su alrededor. No se veía ninguna otra embarcación por el río, ni tampoco ningún campesino. Tomó la cuerda del bote y lo encalló firmemente a la orilla. Sacó el cadáver del joven y lo arrastró entremedio de los matorrales hasta el interior de la playa. En ese lugar, cavó un hoyo de regulares proporciones. Completada la operación, echó el cuerpo al interior y lo tapó. Luego se santiguó a la ligera, volvió al bote y descansó del esfuerzo de su trabajo. Un rato después, desatoró el bote de la arena y se dejó llevar por la corriente. Aún no tenía muy claro lo que iba a decir. Lo concreto es que cuando llegara a la parte honda del río, dejaría caer nuevamente el cadáver del hombre que llevaba atado a un costado el que debería hundirse sin problema.
La tarde comenzaba a caer cuando reanudó la vuelta a la ciudad. El sol, como una gran bola de fuego iniciaba su descenso en el horizonte en medio de nubes de algodón que lentamente se teñían de rojo y dorados colores. Miró el atardecer y se extasió con la vista durante un momento. Ya no quedaban campesinos en ningún lado y los demás boteros seguramente estaban en sus casas o habrían salido a vender el carbón. No había nadie a la vista. “Mejor así” dijo y volvió a sus cavilaciones. Ya había maquinado un plan. Llegaría al puerto, dejaría el bote amarrado y se iría a la casa, tomaría a su mujer y a la pequeña nieta con quienes vivía y por la tarde abordaría el bus que lo llevaría a la capital. Pasaría la noche en ese lugar y luego se embarcaría de nuevo en otro bus que los llevaría hasta el norte. A su mujer le diría que lo mandaron llamar desde Iquique y que debería presentarse a la brevedad. Si preguntaba por el dinero, le diría que había vendido el bote, pues ya no lo necesitaría. Si preguntaba por el resto del dinero le respondería cualquier cosa y por último, la haría callar. “Son cosas en que las mujeres no deben meterse” reflexionó. No es necesario darle ninguna explicación. Desde el norte, quien sabe, si se aburría, podían irse al Perú u otro país“total, plata es lo que me sobra” dijo acariciando el bulto de dinero que llevaba firmemente asido bajo el brazo.
El aire empezó a enfriarse a medida que avanzaba la tarde. Sobre la ropa que llevaba, se colocó un grueso chaquetón que pertenecía al Rucio y que estaba arrollado en un rincón, en la proa del bote. Dejó el paquete en el suelo y comenzó a remar vigorosamente. No quería llegar muy temprano al puerto pero tampoco muy tarde porque debía abordar el bus a la capital y estos salían a la hora. Estaba seguro que alcanzaría a tomarlo. No sería necesario llevar ropa ni nada. “Allá compraremos todo nuevo” se dijo. Con este pensamiento en mente, hundió vigorosamente los remos en el agua e imprimió mayor velocidad a la embarcación. La fase de llenado había culminado por lo que la corriente ahora era a favor. Esto permitió que el bote navegara a buena velocidad.
Lo único que escuchó, fue un choque suave en el fondo, que lo detuvo momentáneamente. Creyendo que era una rama desprendida del borde braceó con fuerza y los remos se hundieron todo lo que fue posible. El tremendo envión, provocó un gran forado en el bote, el que rápidamente empezó a zozobrar. La oscuridad reinante en el río a esa hora, no le permitió percatarse de la gravedad del accidente. Cuando el agua comenzó a subir, tomó firmemente el paquete y trató de salir del bote. Con la prisa se enredó en el cordel con que había amarrado el cuerpo del hombre y no pudo zafarse. La fuerte corriente que se produce en la curva del río aceleró el hundimiento y en pocos segundos la embarcación desapareció de la superficie. El canto de los grillos y de las ranas de la orilla, se vio interrumpido por el grito desgarrador del Peyuco, que se hundía en medio del correntoso torrente pidiendo socorro, voces que escucharon sólo los habitantes de la noche.
El sol alumbró nuevamente al día siguiente. Temprano salieron los botes a la búsqueda del carbón que deja el río en los remansos.
Juan y Heriberto, como siempre emprendieron temprano la jornada. El río estaba de baja y era fácil bogar, pues no había mucha corriente. Al llegar a la zona de la curva, Juan hundió con fuerza el remo y quedó atascado.
- ¡Qué pasó! –Dijo su compañero.
- No sé. Parece que toque un bulto -Respondió éste…
FIN
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