“En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo...” Pero el silencio que era parte del rito de la santa misa se vio interrumpido por un grito demoníaco y luego por el gorgoteo de la sangre que emanaba profusa de la garganta del padre Antonio.
Todo sucedió muy aprisa, el cura terminaba de bendecir a algunos feligreses cuando de pronto se abrió paso entre la turba un joven veinteañero con el pelo enmarañado, usando una de esas camisetas negras llenas de inscripciones alusivas al demonio.
Caminó lentamente hacia el sacerdote, con una irónica sonrisa que más parecía mueca de asco y sin esperar a que éste lo bendijera le lanzó una sarta de palabras en alguna lengua extraña, lo cogió por los hombros y con una fuerza descomunal le estiró el cuello para luego degollarlo con una larga daga.
Los estupefactos parroquianos solo atinaron a gritar y a socorrer al sacerdote que se desangraba dejando alrededor de su cabeza un charco del vital elemento que comenzaba a escurrirse por las gradas del altar. Mientras tanto el muchacho permanecía arrodillado con los brazos en alto orando y agradeciendo a Satanás por haberle dado la fuerza suficiente para lograr la “sagrada misión”.
En cosa de segundos y alertados por un grupo de sensatos llegó la policía, un par de oficiales detuvieron al muchacho que permanecía como en trance, otro par cubrió al sacerdote con la túnica del Cristo de Mayo y procedieron a cercar el área del homicidio a la espera de que llegara quién estaría a cargo de la investigación... la detective Verónica Rippes de la Brigada de Homicidios.
Verónica era soltera, con su profesión y rango era difícil encontrar un buen partido. Siempre se destacó por ser una alumna juiciosa, pero altamente intuitiva y su intuición jamás le había fallado. De su promoción fue la mejor, graduada con honores, despertaba admiración y envidia entre sus pares, una comunidad mayoritariamente masculina. Poco le importaba a ella pues era de una sola línea, su única motivación: “Cumplir con el deber de proteger a la ciudadanía, barriendo con los delincuentes sin piedad”, a decir verdad Verónica tenía la frialdad de una estatua de mármol.
Ese día llegó a escasos veinte minutos de ocurrido el crimen, abriéndose paso con brusquedad entre un grupo de señoras que lloraban desconsoladas y prendía velas por el difunto. El cuerpo ya había adquirido la rigidez post mortem y no pudo evitar que una arcada la estremeciera. El cura era de más o menos unos setenta años, alto, delgado, las uñas bien cuidadas y el pelo bien cortado, pero la abertura que tenía en el cuello con gruesas costras de sangre coagulada era francamente desagradable y si a eso se sumaba el olor nauseabundo de la sangre, era como para asquear hasta al más preparado.
Describió la escena del crimen, esperó la llegada del juez y procedió a firmar la orden de levantamiento del cadáver.
Al momento del asesinato la Catedral estaba repleta, era el día de Domingo de Resurrección, festividad católica que se celebra con alegría y optimismo, en donde se renuevan los compromisos de fe. La nave central estaba engalanada para la ocasión, cientos de brillantes candelabros con ampolletas que semejaban velas, flores por doquier, los feligreses la ocupaban en su totalidad, los pequeños altares que veneraban a vírgenes y santos resplandecían a la luz de las velas encendidas por los agradecidos penitentes. Frente al altar en donde se hallaba la imagen de San Sebastián, santo varón mártir que murió atravesado por miles de flechas encontraron al muchacho, aún con los brazos extendidos y balbuceando extrañas palabras que bien podrían ser parte de una oración. No puso resistencia alguna a los efectivos policiales, es más, permitió ser esposado y llevado hasta el radiopatrullas sin forcejear ni decir la más mínima palabra.
En el trayecto lo único que pidió fue un sorbo de agua, el oficial que iba a su lado le acercó una botella de bebida que el chico bebió pausadamente y dándole las gracias se quedó dormido sin atender siquiera a la lectura de sus derechos como acusado.
En la Brigada de Homicidios todo era revuelo, la prensa ya estaba enterada y se apostaba en la entrada para tener la primicia de las primeras palabras que diría el asesino. Percatándose de lo incómodo de la situación, la detective Rippes ordenó que lo ingresaran por los corrales, lugar en donde se almacenaban los vehículos usados en atracos o cuyos dueños infringían la ley de tránsito. El muchacho caminó tranquilo hasta la oficina de interrogatorios, allí lo esperaba Rippes fumando un cigarrillo mentolado.
- Siéntate muchacho – le dijo áspera.
- Gracias señorita. -
- Detective Rippes para ti y no lo olvides. -
- Tu nombre es...-
- Zacarías Meneses Arroyo. Soy oriundo de Chaitén, pero aquí en Santiago vivo en el Barrio Franklin en un conventillo con mi abuelita Lali. ¿Está aquí ella?-
Hablaba con tanta naturalidad y con tanto relajo que eso descolocó a Rippes porque no podía tomarle antipatía y mal que mal había sido protagonista de un crimen horrendo y más encima en contra de un hombre de Dios.
- ¿Qué hacías en la Catedral? -
- Bueno lo que todos, celebraba la Resurrección de nuestro señor, fue entonces cuando me desmayé y no recuerdo nada más que sentir una sed terrible y los amables caballeros que me trajeron hasta acá me convidaron unos sorbos de bebida- dijo el muchacho jugando con sus pies.
- ¿No recuerdas nada más? ¿Cómo que no recuerdas nada más?- dijo Rippes levantando la voz y mirando impresionada a su asistente.
Tres golpes a la puerta la sacaron del estado de contrariedad.
- Rippes, llegó la abuela del acusado, tienes que ver esto – le dijo el oficial Vargas quién fuera el encargado de ubicar a la anciana, no pudo cumplir su misión puesto que en el minuto que se aprestaba a salir, la anciana ingresaba a la brigada preguntando serenamente por su nieto.
Sorprendida quedó Verónica Rippes al ver a una mujer que frisaba los sesenta años pero tan juvenil y misteriosa, con aspecto de gitana o pitonisa que parecía tener no más de cincuenta. Era de facciones agradables y demasiado bien vestida como para vivir en un conventillo de la calle Franklin. Se saludaron cordialmente y Rippes se sintió comprometida con la mujer en el minuto mismo que ella le clavó los ojos y le traspasó sus energías en un apretón de manos.
La mujer se sintió muy confundida y avergonzada cuando la detective le narró los hechos y las circunstancias de que y como fue detenido Zacarías, pero así y todo, ni una sola lágrima rodó por sus mejillas, que era lo esperable dadas las circunstancias.
- Sabía que algún día Zacky terminaría mal. El sufre de esquizofrenia y me cuesta mucho que tome sus medicamentos y cuando no está medicado sufre ataques de seres que solo él ve, seres que lo lastiman, que le gritan y esas cosas ¿Ud, sabe que es la esquizofrenia?-
La detective Rippes, todavía alelada ante esa mujer tan desconcertante, le contestó algo ininteligible, una explicación demasiado técnica para una enfermedad tan compleja y particular a la vez.
-Si, es un trastorno que típicamente se identifica con los delirios y las alucinaciones, pero en el que también se pueden encontrar otras manifestaciones clínicas, como las alteraciones cognitivas y del estado de ánimo- le contestó con voz desganada.
La mujer se quedó mirándola con una misteriosa expresión en su rostro de zíngara.
Las investigaciones y el examen de ADN descartaron de manera absoluta una paternidad del cura con su asesino, rumor que se había ventilado en la prensa sensacionalista, dejando muy pie a la iglesia católica. Además se pidió la ficha clínica del muchacho y efectivamente su enfermedad estaba catalogada como una esquizofrenia y se recomendaba la internación del paciente dado que sus episodios de alucinación podían desencadenar una crisis mayor. El doctor Kausel, psiquiatra del Hospital Mayor, explicó a los detectives que muchos jóvenes víctimas de esta enfermedad son mantenidos en sus hogares dado el alto costo que conlleva un exhaustivo tratamiento y considerando los medios económicos de la abuela de Zacarías, era difícil pensar en clínicas y estadías demasiado prolongadas.
La detective Rippes estaba desorientada ante tanto cabo suelto, la imagen desenfadada del muchacho y la aparente despreocupación de su juvenil abuela, ponían en acción en ella ese suspicaz aparatito que se enciende en la cabeza de algunas pocas personas y que muchos denominan intuición. Por lo tanto, esa mañana, partió muy temprano a visitar a la mujer que le provocaba quizás más desvelos que el propio asesino.
La intuición, será posible que la intuición sirve de guía a nuestra protagonista o solo la hundirá en un submundo rodeada de seres complejos que la arrastraran al abismo de la confusión y la locura... |