Al escucharte hoy junto a los gritos de las niñas, la alegría se interpuso entre lo dos en esas voces diminutas que eclipsaron mi capacidad de oírte. Me sentí perdida, flotando en un mundo imaginario que no era el mío y que tampoco reconocía. Yo te había visto batallar en una jungla con tu espada y tu armadura, enfrentar al universo de las letras y las artes, desafiar lo eterno y duradero, amar en la finitud del tiempo y el espacio, aunque nunca observado como padre. Asumí el riesgo de sentir esa posesión que no me pertenecía, para tratar de igualar las sensaciones, aunque nada pude hallar. Entonces me detuve un instante en medio de tu ser rodeado de alegría, hasta que las lágrimas acribillaron mis mejillas en una inmensa soledad sin retorno. Imaginé la escena como una rueda de risas, la que alguna vez tuvimos de pequeños saltando a la soga de esa vida que hoy nos había vuelto a reencontrar, a tu silueta de amor brindando su ternura y su sabiduría en una habitación de cánticos, y juro que deseé haber sido alguna de ellas, para poder abrazarte como mi padre, mi hermano, mi amor, mi hombre, mi Dios, todo a la vez. Las horas de angustia estallaron para mirarte bajo unos ojos tan distintos; el mismo que avivaba mi pasión, ahora jugaba como padre ante el entorno de sus hijas. Entonces todo enmudeció de pronto; la casa, mi corazón, la música, el cielo, las calles, el universo, para concentrarme sólo en esas risas diminutas que alegraban tu retorno del trabajo y que yo nunca había podido compartir. Ahora que el rompecabezas se ha ido completando, sin dudas podré amarte mucho más...
Ana Cecilia.
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