Aprender
Mi hermano dijo que me iba a dejar aquí. Que debo aprender algunas cosas. No me gusta. Aunque no es una escuela. A mí, nunca me gustó la escuela. Mis condiscípulos eran personas simpáticas. Decían que yo era muy cómica. Y tenían razón. Siempre los hacía reír hasta las lágrimas cuando contestaba alguna pregunta que me hacía la maestra. Ella era antipática. No le causaban gracia mis respuestas. Decía que no estudiaba lo suficiente. Yo le decía que sí, que estudiaba. Pero no le contaba que después me olvidaba todo. Dijo que era un “fracaso viviente” en casi todas las materias.
Mi hermano quería que finalizara la escuela primaria. Las maestras no estaban de acuerdo. Discutieron y les gritó. Y así, con un bufido que me hizo recordar al toro “Trueno” de la estancia de Tomás, me sacó de la escuela. ¿Les conté de la estancia de Tomás? Tomás es mi tío. Bueno, era. Era el hermano de papá y siempre me preguntaba si estaba arrepentida. Yo no sabía de qué debía arrepentirme, pero una vez le dije que no, para averiguarlo. Se puso muy mal, las venas del cuello se le hincharon como cuerdas y pensé que se soltarían, y me culparían a mí, como siempre. Así que huí hacia el fondo de la casa, donde estaba mi hermano. Cuando me vio llorando, preguntó qué había hecho, pero seguí corriendo porque el tío venía tras mío y temía que me diera algún castigo.
Un tiempo después me volvió a hacer la misma pregunta. Contesté que sí, que estaba muy arrepentida. Sus ojos se dulcificaron. Calmado, me miró con infinita lástima. Dijo que iba a rezar mucho por mí. Me asusté. ¿Estaría enferma? Porque siempre en la iglesia orábamos mucho por la gente con problemas de salud. Pero después me dije que tío Tomás siempre fue un hombre raro y no debía hacerle caso. Me felicité por haberle dicho que sí, aunque no tenía ni idea por qué y de qué debía estar arrepentida. El hecho fue que a partir de esa “confesión” el tío me daba todos los gustos. Hasta enseñarme a manejar. Mi hermano se lo tenía prohibido. Una tarde que fue a la ciudad, me dijo que sí. Que me iba a enseñar a conducir. Era muy divertido. Pero aprendí que las cosas divertidas pueden ser muy peligrosas. La verdad que no recuerdo bien qué pasó, algo de que debía sacar el pié del acelerador, pero en vez de eso lo apreté con más fuerza. Y el árbol que está cerca del arroyo se vino hacia nosotros con mucha velocidad. Tío gritaba: Frena, frena, maldita. Pero erré un pedal y pisé el equivocado.
Me dijeron que en el entierro del tío Tomás había mucha gente. No pude ir. Me golpeé muy fuerte en la cabeza y en el brazo. Pero me salvé. Mi hermano dijo que no me hubiera dejado sola y que el tío no debió hacer eso. Lo repitió tantas veces que me intrigó. Llegué a la conclusión que la palabra “eso” se refería a enseñarme a manejar.
Yo le expliqué que el sauce, ese que da sombra tupida en verano, cerca del arroyo, corrió hacia nosotros y no pude frenar. No me dio tiempo. Se tomó la cabeza con ambas manos, me di cuenta que no me creyó nada. Se alejó murmurando que ya había ocurrido con nuestros padres y que el tío no debió confiarse. ¿Nuestros padres? No ocurrió lo mismo con nuestros padres. Ellos me dijeron que a los catorce años hay que saber manejar y me dieron el volante en plena calle. Y no había ningún árbol. Claro que no. Era un camión y muy grande. Se vino sobre nosotros. Y papá no dijo nada de frenar. Sólo cuidado. Yo lo tuve. Lo juro. Pero ellos no lo supieron. Murieron los dos ese mismo día. Tal vez el tío Tomás me culpaba de eso. Y por eso me preguntaba si estaba arrepentida. Pero debía preguntarle al camión. Sí. Al camión rojo. Porque fue el culpable de todo. ¿Se sentirán arrepentidos los camiones rojos? ¿Y los de otro color? Creo que no. Yo, tampoco. No hice nada malo. Me lastimé poco. Pero en el auto del tío Tomás sí. Mucho. Especialmente el ojo izquierdo. Estuve más de dos semanas en el hospital de la ciudad. A veces dormía de noche y despertaba dos días después, mucha gente rara me miraba y movían la cabeza de un lado a otro, como si negasen algo o como si tuvieran moscas a su alrededor. Pero no veía ninguna. Todos vestían batas blancas, aunque algunos las usaban verdes.
Los dolores pasaron. Y me dieron de alta. Creí que no crecería más, pero me explicaron que era una frase que significaba que estaba sana. Salí del hospital con un parche negro en el ojo. Parecía un pirata, igualito a esos que ilustraban mis libros de cuentos.
El doctor dijo que tendría un ojo de vidrio. Que había perdido el mío en el accidente. Que no me apenara, que era igual al sano. Y era cierto. Cuando estuve mejor me lo probaron y no se notaba. Me enseñaron a ponerlo, sacarlo y también a limpiarlo.
Mi hermano me llevó de vuelta a la ciudad y contrató a Molly. Ella debía cuidarme. Me gustaba. Era simpática y me llamaba “chica”.
Ella me obligaba a tomar unas pastillas para dormir, pero yo la engañaba. Las dejaba debajo de la lengua y cuando se despedía con un “buenas noches, chica” las sacaba y las escondía en el bolsillo del saco de mi muñeca Pelusa. Yo no quería dormir. Quería espiarla. Porque por las noches venía un hombre y lo llevaba a su pieza. Hacían mucho ruido, reían y tomaban cerveza. Eso les daba calor, porque siempre terminaban sacándose las ropas. Después se peleaban desnudos en la cama por horas. Gruñían como cerdos y decían malas palabras. Una vez quedé hipnotizada mirándolos. No sé si dije algo o qué, pero ella me vio y dio un grito terrible que me asustó. Se vistió muy rápido. Me llevó a mi dormitorio y me rogó que no dijera nada a mi hermano. Dije que sí. El hombre que estaba con ella alcanzó a preguntar:
-¿Esta es la boba?
Ella hizo un gesto indicándole que se vistiera y se callara.
No dije nada de lo que vi a mi hermano. Unos días después le exigí que me contase un cuento y que tomase chocolate caliente conmigo antes de dormir. Ella me dio dos pastillas para tragarlas. En vez de eso, las coloqué en su taza cuando ella fue a la cocina, con otras que tenía guardadas. Claro que esta vez sí me arrepentí. El cuento que me relató era muy interesante. Algo de una princesa que se durmió por mucho tiempo. No pude saber cómo terminó. Si no la hubiera hecho dormir me hubiera enterado del final.
Ella cayó en un sueño profundo, pero tan profundo que al día siguiente, por la noche, no había despertado todavía. Tenía hambre. Así que fui al departamento vecino a pedir comida. Me preguntaron por Molly. Yo conté que ella dormía y dormía y no podía despertarla. Me dieron una hamburguesa. Era rancia, pero la comí igual. La casa se llenó de gente. Vino una ambulancia y se llevaron a Molly. También vino mi hermano y me preguntó qué había pasado. Se lo dije y me miró incrédulo. Le pedí que me contara cómo terminaba el cuento de la princesa dormida y me dijo que quizás otro día.
Ya no hago dormir a la gente. Porque puede no despertarse. Como le pasó a ella. Y te castigan y te traen aquí.
Las paredes son blancas y todo está muy limpio, pero no me gusta porque las ventanas tienen rejas. Dice mi hermano que me van a enseñar muchas cosas que necesito aprender. Y que cuando las aprenda me va a llevar de nuevo a la casa.
Por eso estoy casi siempre con Juan Antonio. Es muy parecido a mi hermano, pero mucho más viejo, porque tiene bigotes y pelo blanco. Trabaja aquí. Dijo que me va a enseñar muchas cosas. Me mostró las dependencias del lugar, la sala del pabellón “A”, que es donde puedo estar si me porto bien y los baños de las visitas. Ahí no podemos entrar. Sólo las visitas. Pero eran tan bonitos y tan limpios. No como los que usábamos nosotros. Y tenían espejos. Me coloqué enfrente, me saqué la ropa y pude ver cómo había crecido mi busto. Es por eso que me ajustaban las blusas. Lo malo fue que Juan Antonio me vio y dijo que había desobedecido una regla. Que eso estaba mal. Que era su deber avisar a no sé quién. Pero dijo que mis pechos eran muy bonitos y no lo haría. Y que debía prometer no volver a entrar ahí. Claro, dije. No quería que nadie me castigara. Dijo que sería nuestro secreto. El también tenía un secreto. Y me lo contó. Entre las piernas tenía un gatito. Supuse que esa era la razón por la que caminaba tan raro. Me lo mostraría cuando no hubiese gente. Que era negro, muy lindo y que dormía mucho. Por la noche, cuando me llevó las pastillas, dijo que las tomara más tarde, después de hablar de nuestros secretos. No sé por qué para hablar de secretos hay que sacarse la ropa. El se sacó la camisa y yo también. El se puso raro y puso los ojos en blanco cuando vio mis pechos. Comenzó a besarme en la cara y en el cuello. Ahora te voy a mostrar mi gatito-dijo. Pero no era un gatito. Yo sé lo que es un gatito. Me pidió que lo acariciara porque se había despertado y debía hacerlo dormir nuevamente. Pero no podía dormirse. El trataba pero no lo conseguía. Y a mí ya me tenía cansada. Traje unos vasos y le dije que tomáramos algo de agua antes de seguir. Menos mal que tenía una buena cantidad de pastillas guardadas. Si él no podía poner a dormir al gato lo haría yo. Y se durmió. Lo malo es que se durmió también Juan Antonio y no se despertó ni al otro día. Igual que Molly.
Quiero ir a casa. Mi hermano dijo que no puede llevarme todavía. Que no sé dominar mi rabia y que deje de hacer berrinches y que no me trague el ojo de vidrio en señal de protesta, como hago siempre, porque no me va a comprar otro. Lástima que cuando lo dijo, ya lo había tragado.
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