A Laura siempre le asustaron las tormentas. No le gustaba quedarse en casa sola cuando se avecinaba una de ellas.
Aquella tarde todo presagiaba que iban a caer chuzos de punta.
El padre de Laura iba todos los días de 6 a 9 a jugar al mus con sus amigos en el mesón de la Fuentecilla, junto al arroyo Meaquis. A pesar de las súplicas de su hija, de sus ojos llorosos y su carita descompuesta, salió, paraguas en ristre, riéndose del pavor de la pequeña.
Así pues, Laura se quedó sola una vez más.
Muerta de miedo, desenchufó todos los electrodomésticos, sacó el transistor a pilas que guardaba para cuando se iba la luz, dio la vuelta al sillón orejero para poderse balancear en su respaldo y se dispuso a esperar lo inevitable.
Brrrrrrrrummmmmmmmm rugió el primero, a Laura no le pilló desprevenida, sentada en su barquito improvisado, con las piernas cruzadas a lo indio, inició su balanceo. Tarareando con voz queda alguna melodía, los ojos muy abiertos, esperaba el resplandor que anunciaría el segundo.
No se hizo esperar, tras la luz blanca que iluminó el salón, otro trueno atronador hizo que Laura se tapara los oídos con ambas manos y cambiara la melodía por una canción a voz en grito.
La lluvia caía furiosa golpeando los cristales, sólo se oía llover y el corazón de la niña a punto de salirse del pecho.
Más resplandores, más rugidos… Laura empezó a contar como le había enseñado un día su mamá para asegurarse de que ese monstruo furioso se alejaba.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis…. Un poco más lejos.
Las lágrimas corrían por sus mejillas dejando en su boca sabor a sal.
Siete, ocho, nueve, diez….. Más lejos todavía.
A medida que se alejaba la tormenta Laura se iba tranquilizando, poco a poco el color retornaba a sus mejillas.
Gotas de agua seguían limpiando los cristales, apaciguadas, tranquilas, haciendo caminitos tortuosos, comenzando en un punto arriba del todo y cayendo sin destino fijo al borde de la ventana.
Eso sí le gustaba a Laura, después de la tempestad siempre llega la calma, abandonando el barco que le había ayudado a surcar el temporal, se acercó a la ventana a esperar el regreso de su papá.
Le vio caminar bajando la calle, con su paraguas, arrastrando un poquito la pierna derecha, esa que le quedó tocada tras la última trombosis, observó como metía la llave en la cerradura de la cancela, y escuchó sus pasos chapoteando mientras subía las escaleras de entrada al hogar.
- “¿Ves Laura?, aquí estás sana y salva, no ha pasado nada, ha sido sólo una tormenta, no se puede ser tan asustadiza”.
¡Bonita forma tenía papá de enseñarle las cosas de la vida!, tal vez algún día ella agradecería el saber hacer frente a la soledad, al miedo, a los embates de la vida, pero en ese momento lo único que se preguntaba es por qué había que aprender de esa manera.
Dándole un beso en la mejilla apergaminada por tanta lucha de juventud en los áridos campos castellanos, bajando los ojos para que él no viera la tristeza que su abandono le producía, Laura se despidió con un “me voy a mi cuarto que tengo que estudiar"
|