Lucas se revolvía en la cama. Soñaba. Soñaba que caía en un pozo eterno y opresivamente negro. Sin embargo, se sentía tranquilo. Caía y seguía cayendo inmerso en una profunda paz, como si supiera que ese pozo era su destino y lo cumpliera con orgullo, así como Alejandro Magno conquistaba territorios. De repente, su yo del sueño lo miró fijo y esbozó una sonrisa.

Despertó perturbado y con una angustia que aún no decidía si instalarse en el corazón o en la boca del estómago. Se levantó, transpirando, intentando comprender, y se dirigió al baño. Temiendo que fuera un sueño profético, como los que solía tener su abuela, hundió su cara en agua fresca y se miró al espejo. Por un momento, creyó ver esa sonrisa tétricamente tranquila del sueño. Apagó la luz y salió.

En el pasillo, se cruzó con ella. Reconoció la camisa azul con rayas blancas que le quedaba mucho mejor que a él. Pese a su cara de sueño, le sonrió. Lucas se sintió mejor, la tomó por la cintura y la atrajo hacia él. Se fundieron en un beso sin tiempo ni espacio y Lucas la miró a los ojos. Dos ojos oscuros, dibujados a trazos de tinta mora. Eran casi como pozos. Se dejó caer, en paz, y comprendió.