Había quedado a cenar con Natalia en aquel pequeño restaurante de comida japonesa, muy cerca de mi oficina. Viernes a la noche; la humedad de Miami se metía por todos mis recovecos corporales.
Me había dicho que quería reunirse conmigo para hablar de cómo su nueva compañía podía hacer "negocios" en el lugar donde yo trabajaba. La idea no me llamaba mucho la atención, pues no me gustaba hablar de negocios, sobre todo, en vísperas del fin de semana. Natalia, famosa por ser una amazona incorregible, no era mi tipo: había crecido en este país, y se sentía la más gringa de todas. Además, era un poco gorda, linda de cara, pero demasiado grande para mí; mis mujeres siempre habían sido menuditas, casi esqueléticas, largas e interminables como modelos de South Beach.
Olvidando las frivolidades de la carne, igual me dije: "te invita a cenar y lo único que tienes que hacer es hablar paja". Llegué tarde. Siempre es bueno hacer esperar a una mujer que quiere algo de ti. Me esperaba con una copa de Merlot, fumándose un cigarrillo. Le dije que el color rojo le sentaba muy bien. Le mentí.
Me contó de su familia, de sus amigos, de su perro Sam y de hasta la infracción de tráfico que le habían puesto ese día. Por supuesto, hablamos de negocios. Confieso que me aburría. Luego de la cena me preguntó si quería tomarme un Martini en el bar de al lado. Alcohol era lo que más necesitaba después de tanta verborrea innecesaria.
Nos sentamos en unas mesitas al costado del lugar, junto a unas plantas muy altas. Mi primer Martini pasó inadvertido; el segundo sí que lo sentí, porque mi lengua comenzaba a experimentar un estado de absoluta languidez. En ese momento, para qué negarlo, me pareció totalmente irrelevante que Natalia fuera gorda, gringa y que tuviera un perro llamado Sam. Con la valentía, cual carne de cañón le dije: “Se dice por ahí que besas muy bien…” La gorda entró en shock. No se esperaba aquella bala perdida. Soltó una risita boba, medio nerviosa, y me dijo que fuéramos a su carro para enseñarme. Le dije que no. La desconcerté. Le volví a decir: “todas tus mujeres me han hablado maravillas de ti”. Me insistió en ir a su carro. La respuesta fue nuevamente no.
La pobre sudaba copiosamente, creo yo, por los Martinis. Yo estaba sentada contra una pared, las piernas cruzadas y con una mirada de perversa diversión. Le pregunté si se atrevería a besarme en un lugar público. “Estás loca”, me dijo, “este lugar está lleno de gente”. Precisamente. “Dale, Natalia, demuéstrame aquí mismo lo bien que besas”, le pedí. Confieso que la conversación me tenía francamente excitada. Me excitaba el ruido de la gente alrededor nuestro, el nerviosismo de Natalia, sus ganas de tocarme y no atreverse. Descrucé las piernas. Las dejé ligeramente abiertas para hacerla titubear. Lo conseguí. Ella se levantó y me dijo al oído que me esperaba en el baño de mujeres. Moví la cabeza y ella entendió: la respuesta seguía siendo no. “Aquí, Natalia, aquí mismo”. Ella no se lo creía. “¿Por qué me haces esto?”, me preguntó. “Porque me gustaría mucho que me besaras con esta luz, no con otra”, le dije.
Me miró por un momento y armándose de valor me plantó el mejor beso que me hayan dado en años. Sentí su miedo en los labios, su piel desparramándose toda, cual lava cayendo, caliente y roja. El súbito silencio de los que allí estaban me retumbó en las sienes, con la certeza absoluta de estar saboreando un verdadero placer prohibido. Escuché que un camarero decía: "Yeah Right!!!". Incluso, me pareció haberlo visto saltando en una pata. La gorda realmente me sorprendió. Desde aquella noche sólo salgo con mujeres voluptuosas.
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