Cinco dedos en cada una de sus manos de recién nacido, bastaron para llenar de dulces lágrimas los ojos de su padre. Alegría corta de casa de pobre, porque esos dedos, biológicamente perfectos, nunca servirían para virtuosear un piano, ni siquiera para aprender a sumar; la máxima destreza que consiguieron fue la de atar los cordones de sus Nike del 44. No pudo, por tanto, llamarse Álvaro como su padre, sino Fernando como..., como nadie.
Y así, como nadie, fue olvidado en una residencia durante años.
Ya sabéis, la historia de siempre.
Pero, a los dieciocho, el cuerpo atlético de Fernando reclamó su mayoría de edad y los burócratas pusieron en marcha su pesada maquinaria.
Era obligatorio un cambio de colegio; en el fondo, el único y último cambio del resto de su vida, ya que la nueva residencia, Los Gabrieles, se ocupaba de sus internos hasta el Final (eufemismo políticamente correcto).
Además de eficaz, la residencia era gratuita; ya que allí seguían llegando un chorreón de millones del fondo europeo y nadie dudó en aprovechar la oportunidad que suponía para Fernando.
Todo era automático, caro, inútil y de colores; y este decorado, forzosamente, atraía a cantidad de políticos que llegaban acompañados de un fotógrafo que gastaba tres carretes en media hora. Con cada foto, una noticia en la prensa y con cada noticia, los retratados se colgaban otra medalla, y con la medalla, se concedían millones, pero millones teledirigidos a contratar familiares y recomendados.
Todo marchaba: medallas, millones y la gente contenta con los loquitos recogidos.
Todo marchaba. Bueno, tal vez como los profesionales encargados eran hijos, primos y cuñados "de", no siempre eran los más idóneos. Pero no importaba, porque con los internos pasaba prácticamente lo mismo; y allí se mezclaban, al azar (es lo mejor que se puede pensar), todo tipo de cuadros clínicos: demencia senil, esquizofrenia, retraso, autismo, docentes, etc. Una gran biblioteca con los volúmenes ordenados por colores.
A la de una, a la de dos y a la tres; y los burócratas lanzaron a Fernando con la maleta, medio vacía, en la que cabía toda su vida anterior.
Fernando era el nuevo y, si aquello era una biblioteca, el nuevo estaba bien encuadernado, con su uno ochenta cinco y una sonrisa perenne. Sin proponérselo, Fernando se convirtió en un best-seller.
Su salto a la fama estaba reforzado por la apatía, que sin ningún disimulo, se respiraba en el centro. Un rígido horario de comidas y de higiene personal eran las únicas reglas que cumplir; el resto del día los internos disfrutaban de un aplastante e irónico tiempo libre.
Huyendo de esas interminables horas de sesenta minutos fue como Fernando aterrizó en las clases de iniciación a la lectura, donde conoció a Vicky.
Desde ese instante Fernandito no paraba: La señorita Vicky es buena. La señorita Vicky es la más lista. La señorita Vicky me enseña a leer. La señorita Vicky lleva la bata más blanca. La señorita Vicky es la más guapa.
Con semejante motivación, Fernando aprendía deprisa y no se cansaba nunca.
A menudo, se quedaban un rato más los dos.
Mientras sumaba y sumaba, mordiendo excitado el lápiz y rascándose la coronilla, parecía normal, incluso inteligente y Vicky sentada a su lado le miraba con pupilas dilatadas y sonrientes.
- Ya, señorita, ya está. Señorita.
- A ver, a ver... Muy bien, Fernandito. Ahora una de llevarse.
A veces, pensativo, levantaba la vista del papel y colisionaban, a 100 kilómetros por hora, dos miradas: A)Mirada de una mujer mirando a un hombre. B) mirada de un hombre sumando ocho y cinco.
Ambos sonreían, aunque por distintos motivos.
El tiempo pasaba volando y si por ellos fuera se quedarían más, pero siempre llegaba aquella bruja, que asomando la cabeza por la puerta gritaba:
- Vicky, la hora.
Se acababa lo mejor del día y sólo eran las once. Todavía todo un día y toda una noche hasta mañana. A las doce Fernando había mirado ya su reloj, en el que Micky Mouse movía sus manoplas, unas cincuenta veces. Aunque no sabía leer la hora, estaba seguro de que era eso lo que debía hacer.
Por el día Vicky tenía la situación controlada, pero por las noches soñaba, probablemente en defensa propia. Se ruborizaba cada vez que se acordaba de esos sueños en los que Fernando no la llamaba señorita Vicky, sino Victoria. Se autocensuraba y sólo se permitía recordar las escenas en las que tenían ropa, que, la verdad, no eran muchas. Empezó a disimular, por miedo a que alguien notara la obsesión en que se había convertido Fernando. No volvió a hablar de él en público. Sabía que si alguien se enteraba, le prohibirían volverle a ver. Sabía también que no lo soportaría y empezarían los problemas.
Siguieron las clases, las miradas y los sueños.
Alcanzaron cierta estabilidad en su imposible e inestable relación.
Fernando con sus cuentas y ella, bueno, ella con las suyas.
Durante una de sus incomprendidos diálogos visuales, Fernando dejó de repasar la tabla del tres y entendió lo que ella quería y temía que llegara a comprender.
Se levantó la niebla.
Se besaron hasta el final, se comieron con los ojos, abrazándose con todo su fuerza, como para impedir que los separaran. Fernando miraba aquella cruel bata blanca que le gritaba: Eres un inútil. Eres un inútil. Eres un inútil. Aunque eso no fue obstáculo para que se prometieran estar siempre juntos.
Fernando no fue a clase al día siguiente y Vicky no se atrevió a preguntar nada, temiendo que se hubieran enterado de todo. Se tragó las lágrimas.
No se trataba de uno de esos casos en que podríamos tachar de cruel a la realidad. No, más bien la realidad ignoró su insignificante historia y siguió su rumbo.
Fernando y su maleta, que ahora sí había conseguido llenar, volaba a una clínica Noruega donde el ordenador de unos especialistas en neurocirugía había decidido que su perfil era el idóneo para realizar un experimento (perdón, una modernísima intervención) con una nueva técnica de ultrasonidos.
Fifty- Fifty - decían los doctores- es una operación muy arriesgada pero los resultados pueden ser espectaculares... y, también, puede pasar lo peor (eufemismo hipocráticamente correcto). Ustedes deciden.
Los padres, sombríos, firmaron el permiso de intervención quirúrgica. Firmaron.
A Fernando nadie le preguntó.
Ocho horas de quirófano, mucho tiempo para tener la cabeza en obras, y después a cuidados intensivos, si salía del coma en menos de 24 horas la operación habría sido un éxito, si no nunca despertaría.
Abrió los ojos. Sólo un recuerdo permanecía: Vicky. No está mal para una resaca de veinte años.
Tests posteriores determinaron que su coeficiente intelectual se había disparado a 125, la envidia de cualquier universitario.
Los doctores insistían en seguir midiendo y midiendo. Exhibían su mayor logró en los últimos 30 años en conferencias y congresos, pero Fernando sólo pensaba en volver a ver a Vicky. No pudieron retenerle. Ya no.
Dos semanas después estaba en Los Gabrieles, sin maleta, sólo con un ramo de rosas en una mano y un dosier con su nueva capacidad intelectual en la otra. Era la llave que abría la puerta de su libertad de amar.
Desde la operación sólo había visto gente y lugares que eran totalmente nuevos para él. Era la primera vez que se encontraba en un paisaje que conocía de antes.
Estaba en casa.
Le dio la bienvenida aquella puerta negra de hierro con aquellos barrotes retorcidos a los que solía agarrarse. La puerta era la misma y los barrotes seguían igual de fríos, aunque ahora descubría las amenazadoras lanzas de su parte superior. También en el patio seguían los tres árboles, pero sólo ahora se enteraba de que eran dos oscuros cipreses y un olmo. Bajo el banco del olmo dos celadores bromeaban con uno de los internos más viejos. Sus risas le llegaban a través de los barrotes y sus oídos distinguían por primera vez las dos risas sanas de la risa enferma del pobre viejo. Su casa...
Le sobresaltó una interna que debía de estar escondida cerca de la puerta y le pidió un cigarrillo. Insistía: Un cigarro. Un cigarro. Por favor un cigarro..
Todo era igual, pero con más detalles, muchos más detalles. También miró, con un escalofrío, a las internas que disfrutaban de su turno de paseo con sus camisones blancos, con sus camisones blancos tan parecidos a una bata.
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