La mujer de mi hermano
Hacía tiempo que tenía ganas de volver, pero había que pensarlo dos veces, estaba demasiado lejos, el viaje era costoso, en fin , no era tan sencillo.
Un buen día ya no fue cuestión de sopesar, había que ir y fui.
Tras un periplo de veinticuatro horas que ahora no viene al caso relatar, aterricé en Bangkok.
Ya había llegado, ¡por fin!
Los ojos me picaban de sueño, no sabía si andaba del derecho o del revés porque no sentía ni las piernas ni los pies.
Conseguí coger la maleta, recorrer los enormes pasillos y allí, tras la puerta de cristal, estaba ella.
Bajo un cartel (que mi hermano, primorosamente, había escrito con mi nombre) encontré un duendecillo de sonrisa acogedora.
Ambas nos fundimos en un fuerte abrazo, como si de toda la vida nos hubiéramos conocido.
Key, es su nombre.
Menudita y pizpireta, ojillos rasgados y perpetuamente sonrientes.
Hablamos durante días, en perfecto thai-english. Tranquilizó mi espíritu, absorbió mi energía.
Y el día de la partida, a pesar de mi inmensa tristeza, volví convencida de que ni yo misma podría atender a mi “chache” mejor que ella.
Mi ángel thai que acaricia, mima, ama y da calor a esa parte de mi corazón que poco a poco, y sin remedio, va perdiendo la vida.
Gracias, mi niña, sé que el fatídico día en que hermano exhale su último suspiro, lo hará entre tus brazos con el alma tranquila.
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