Del guaje y el lobo de la piedra.
Del verde del campo se aupa el negro del pozo. Un azul chirriante junto a dos azules rotos de negro se acerca a la boca. El guaje del alma baja con padre y hermano a romper la negrura. La tez blanca del muchacho se oscurece mientras bajan. El padre reconforta al guaje con una mano cansada en su hombro. El hermano mayor, tenso, lo mira con ojos cálidos que se volverán de fuego contra el lobo de la piedra si intenta siquiera acercarse con ojos rojos a su hermano en la negrura. El guaje mira hacia arriba sólo ve la luz del sol que muere mientras toman la vida las linternas que iluminan las nostalgias que se pegan en su alma que tintinea como de respeto, en sus manos blancas que apretan fuerte los aperos y en su mente como nublada mezclando aún la luz del sol perdida con la de las lámparas encontradas y con la de sus sueños de futuro y los de los que como él bajaron una vez por vez primera a la mina.
Abajo. El aire caliente como gastado, el sudor de las piedras como lágrimas negras, los hombres negros de alma blanca la de algunos, grises, curtidas, rotas y recosidas las de otros.
Gritos. Fragor del silencio roto por costeros que se mueven, que caen, que rompen que hieren que aplastan que matan, o que pueden matar o que lo hacen por dentro aunque no se vea por fuera. Ruido, más ruido, dolor. Aullidos roncos, como de lobo negro buscando carne. El hermano herido que estira sus brazos negros hacia el guaje. El guaje de azul chirriante su mono, ya roto el azul, sordo el chirriante. Coge al hermano por los brazos rojos, estira, aún puede, debe, saldrá. Mira los costeros, los oyen aullar al caer, no se aparta, un poco más sólo un poco y sale. Llega el padre. Estira del guaje con la vida entera y este de su hermano con la fuerza de la vida que ha vivido y con toda la que le queda. Las manos negras del padre se clavan en las caderas del hijo, de los hijos, aunque solo estire del pequeño. Los brazos del guaje ensangrentados por los zarpazos de las rocas que intenta devorarles. Sólo un segundo, uno más y sale, solo un suspiro, un suspiro más y romperemos el espinazo al lobo de la piedra. Sale. Caen. El hijo pequeño ayuda al mayor. El padre los cubriría con su cuerpo si pudiera, volando sobre ellos mientras corren hacia arriba. Ninguno mira hacia atrás. Quizás el lobo de la piedra se acerca. El hermano se apoya en el guaje y en el padre. Se deja arrastrar dejando regueros de sangre para mantener al lobo entretenido.
Salen. El guaje que ya no es guaje. Lleva en la mirada el negro de la mina, el rojo de su hermano, su propio rojo y el blanco del alma de su padre. Se van, quizás vuelvan, sólo quizás. El lobo de la piedra se echa a dormir. Hoy no ha podido con el guaje, con el padre, con el hermano, con la Vida.
Manuel Armayones
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