Concluía la década de 1850 y la República Argentina aún era un proyecto quimérico, a la sazón dividida entre la Confederación, por un lado, y el Estado de Buenos Aires, por el otro. Éste, envuelto en tensiones internas por la disputa entablada entre autonomistas y nacionalistas, quienes discrepaban acerca de la forma de integrarse a la nación en ciernes, había declinado de momento su incorporación efectiva al ordenamiento institucional determinado por la Constitución de 1853. Por ello, Buenos Aires se mantenía escindida del resto del país, esperando la oportunidad para “volver al redil” en condiciones más favorables a sus intereses.
Por su parte, las demás provincias desconfiaban del creciente poderío bonaerense y recelaban de su pujanza económica, consolidada durante la primera mitad del siglo XIX. No obstante ello y los numerosos conflictos que habían sucedido entre porteños y provincianos desde la Revolución de Mayo, la separación de Buenos Aires de la Confederación Argentina sería circunstancial; ambas regiones se necesitaban mutuamente y, tarde o temprano, habrían de resolver el diferendo que mantenía una partición territorial debilitante en lo económico e inconveniente en lo geopolítico.
Mientras se dirimía la cuestión de fondo, el gobierno confederado había establecido la capital federal en Bajada del Paraná, por entonces un pequeño poblado a orillas del río homónimo. Desde allí ejercía la presidencia de la república Justo José de Urquiza quien, además de intervenir con frecuencia arbitrando en las interminables reyertas que alteraban la convivencia de las provincias unidas, debía ocuparse de atender la situación fiscal del incipiente Estado Nacional, por demás preocupante. En efecto, después de tantos años de guerra civil caracterizada por la confiscación de propiedades, saqueos de hacienda y ataques reiterados a las rutas comerciales, incendios de establecimientos y levas forzosas de trabajadores, junto a las interrupciones frecuentes de los ciclos productivos, la economía se encontraba estancada o directamente paralizada. Como consecuencia de ello, la actividad privada no podía aportar al Estado tributos acordes con las necesidades de un sistema institucional en vías de organización y con requerimientos en aumento.
Las cuentas públicas, por su parte, acusaban un importante desequilibrio adicional: la Confederación estaba agobiada por compromisos financieros contraídos durante la campaña del Ejército Grande que, en 1851, derrotó y depuso al dictador Juan Manuel de Rosas. Dicha campaña militar había sido solventada con un préstamo proveniente del Imperio de Brasil, mientras que los servicios de la deuda, que fuera garantizada con propiedades ubicadas en Entre Ríos, por su magnitud sólo podrían atenderse con los ingresos provenientes de la aduana de Buenos Aires. De hecho, los aranceles de exportación e importación que recaudaba el principal puerto argentino, quedaban en manos de los porteños como resultado de su secesión unilateral. El general Urquiza, acuciado por el elevado déficit fiscal y por las amortizaciones de la deuda, estaba compelido a nacionalizar el control de las rentas aduaneras cuanto antes. Además, azuzado por las provincias confederadas, que reclamaban el retorno del territorio bonaerense al seno de la Nación, finalmente se decidió a dar punto final a la situación enfrentando a los díscolos separatistas. Una vez más, los argentinos habrían de dirimir sus diferencias con las armas en la mano.
La batalla tuvo lugar en Cepeda, un predio ubicado en el límite interprovincial entre Santa Fe y Buenos Aires; el mismo lugar que fuera testigo cuatro décadas antes de otro memorable encuentro armado entre fuerzas porteñas y del interior del país. En esta ocasión, se midieron el ejército confederado al mando del propio Urquiza y las huestes bonaerenses dirigidas por Bartolomé Mitre, quien, por entonces, era su comandante. El choque de aceros y metralla ocurrió el 23 de octubre de 1859 y el combate se resolvió rápidamente. La experimentada caballería entrerriana, en la primera carga, arrolló de manera fulminante al adversario, desarmando sus líneas y forzándolo a efectuar una urgente retirada. Desquiciada por la superioridad ecuestre y la potencia de fuego de los federales, las desconcertadas tropas mitristas se embarcaron en el puerto de San Nicolás regresando precipitadamente a Buenos Aires.
Urquiza, seguro de la victoria, les permitió que se refugiaran en la ciudad. No tenía apuro por asestar el golpe final a quienes fugaban en completo desorden. Poco después, las tropas vencedoras acampaban al acecho, formando un cerco intimidante y ruidoso a las puertas de Buenos Aires. Varios miles de hombres provenientes del interior, armados hasta los dientes, acosaban la ciudad, presionando por arrancar una definición de parte de las autoridades locales, las cuales, paralizadas por la derrota, no se decidían a capitular. Urquiza armó su bunker a pocos kilómetros del centro porteño, en la zona de Flores y, mientras esperaba una respuesta a su ultimátum, se solazaba observando el movimiento bullicioso de la ciudad sitiada.
Buenos Aires había progresado de modo significativo durante los años en que disfrutó, con exclusividad, de las ahora reclamadas rentas aduaneras. Esto se notaba en sus calles, algunas pavimentadas con piedra traída de Martín García e iluminadas con modernos farones a gas; en los vistosos portales de casas y residencias particulares, también en los edificios públicos como la Catedral recién terminada y el primer Teatro Colón frente a la Plaza de Mayo; en el brillo de los escaparates de los comercios; en la circulación de carruajes y del novedoso tranvía a caballo; en la fina y variada vestimenta de sus habitantes y en el desarrollo incipiente de servicios culturales, entre los que se destacaban los periódicos y las librerías, que distribuían abundante material bibliográfico importado, y también las modestas, pero muy demandadas, ediciones de libros impresos localmente.
Es verdad que el movimiento comercial y de personas, que por entonces ostentaba la capital rioplatense, no guardaba punto de comparación con el que exhibían las grandes urbes europeas y norteamericanas, como lo testimonian las crónicas de viajeros cosmopolitas para quienes Buenos Aires lucía apenas como una gran aldea. De todas maneras, el progreso económico reciente, la modernización edilicia y el contacto con el mundo exterior componían una imagen urbana que contrastaba de modo ostensible con la chatura, la pobreza, el estancamiento, el bucolismo y el anacrónico perfil de origen colonial que señoreaba en la mayoría de las poblaciones argentinas de la época. Además, la guerra civil continuada había hecho estragos en el interior, no así en Buenos Aires que -salvo situaciones excepcionales- no padeció sus trasegantes consecuencias.
Mientras bullía el hervidero citadino, en dependencias del Fuerte (asiento del gobierno local), se hallaban reunidos Valentín Alsina, Domingo Faustino Sarmiento y Bartolomé Mitre examinando la situación y discutiendo entre ellos. La cuestión en debate giraba alrededor de cómo responder a la perentoria intimación cursada por el enemigo. Éste exigía la inmediata rendición o, de lo contrario, atenerse a las consecuencias de la acción punitiva que habría de caer sobre la ciudad y sus habitantes. Según se dice, el entonces gobernador Alsina, autonomista y, por ende, partidario de separar a Buenos Aires del resto del país, consideraba que había que luchar hasta el final aunque ello significara la destrucción de la ciudad y la muerte de muchos ciudadanos inocentes. Sarmiento, en cambio, si bien profesaba desde los tiempos de la campaña contra Rosas un fuerte resquemor hacia Urquiza, en esta circunstancia sugería allanarse a las demandas del ejército sitiador. Decía, reflexivo, que con la rendición se evitaría un baño de sangre inútil, dadas las escasas posibilidades con que contaban de revertir la derrota. Mitre, por su parte, referente del partido “nacionalista” que defendía la vuelta de Buenos Aires al seno de la Nación, aunque desde una posición de supremacía, terciando entre ambas propuestas dicotómicas –inmolación o claudicación- pidió a sus pares que le concedieran 24 horas de plazo para intentar una negociación con el caudillo entrerriano, por el momento, dueño de la situación.
Fruto de las tratativas entabladas en aquella oportunidad entre Mitre y Urquiza, surgió el Pacto de San José de Flores, vigente hasta nuestros días. El acuerdo, si bien obligaba a la provincia de Buenos Aires a reintegrarse a la Confederación Argentina, le otorgaba prerrogativas que no se condecían con la relación de fuerzas imperante en aquel momento. Ésta era, como hemos señalado, resultado de la terminante derrota sufrida en Cepeda y del acecho posterior a la ciudad capital por parte de las tropas confederadas.
Bartolomé Mitre, un militar mediocre pero hombre de elevada cultura e inteligencia, demostró ser un astuto negociador que obtuvo, conversando, discutiendo y consensuando, lo que no había logrado con el empleo de bayonetas, espadas, pólvora y soldados. Vale aclarar, de todos modos, que la capacidad retórica atribuida a don Bartolo, puesta a prueba con éxito en diversas oportunidades, se habría complementado con otros elementos en juego, circunstanciales pero importantes. Dichos “condimentos” llevaron a quien fuera neto triunfador en el campo de batalla a moderar sus pretensiones, a relativizar su superioridad objetiva y a aceptar condiciones menos favorables para la causa que defendía.
Junto a la aguda picardía negociadora de Mitre, que consigue llevar agua a su molino aún encontrándose derrotado, influyó el hecho de que los contendientes de ambos bandos militaban en la misma secta masónica. Por eso, Roque Pérez intervino como mediador a fin de obtener la solución pacífica del conflicto y en aras de reconciliar a las partes. Este señor, prominente caballero porteño, se desempeñaba como Gran Maestre de la orden secreta de la que eran cofrades los protagonistas del drama en curso. La crónica agrega que también participó de aquellas negociaciones, aunque cumpliendo un rol menor, el hijo del dictador paraguayo Francisco Solano López, a la sazón de visita turística por Buenos Aires. Se suele mencionar, además, que a Urquiza le interesaba su reelección como presidente de la República y que, por eso, fue complaciente con los bonaerenses, para ganarse su aprobación y eventual voto.
Además, vamos a incorporar otro ingrediente, más sutil y menos ponderable, orientado a desentrañar las motivaciones que llevaron a convalidar el discutible Pacto de San José de Flores. Al respecto, convendría no desestimar la fascinación que produjo Buenos Aires en el caudillo de la Mesopotamia y en sus aguerridos lugartenientes rurales. Como se ha señalado, la ciudad que ellos habían “descubierto” luego de la victoria de Caseros (1852), siete años después ofrecía al visitante del interior, un agitado, moderno y mundano ajetreo. Las transitadas y ruidosas calles, los bellos paseos y las modernas construcciones denotaban adelantos estilísticos y tecnológicos provenientes de la civilización europea, los cuales habrían ejercido una fuerte atracción sobre el curtido ganadero provinciano y sus adláteres de a caballo.
Entre los avances que exhibía la ciudad de Buenos Aires, a mediados del siglo XIX, se destacaba la línea ferroviaria que partía de la estación del Parque, ubicada donde ahora se emplaza el Teatro Colón. Rodando por las calles Lavalle, Callao y Corrientes (según su nomenclatura actual), el histórico tren llegaba hasta las chacras de Flores en las afueras del casco urbano (hoy un barrio). Allí había instalado su tienda de campaña el ejército urquicista a la espera del ataque final al corazón del poder porteño. Fue este ferrocarril, traccionado por la legendaria locomotora La Porteña, el encargado de transportar a los delegados de uno y otro bando mientras se desarrollaban las negociaciones. Mitre, especulador travieso, con el pretexto de discutir los términos del acuerdo, ofició de amable anfitrión y acompañó de ida y de vuelta, en aquel “imponente” Ferrocarril del Oeste recién estrenado, a los oficiales superiores designados por Urquiza al efecto. De paso, don Bartolo les mostraba la ciudad, los escaparates de los comercios, sus ofertas culturales y las bellas señoritas que paseaban por el centro, indiferentes al drama que transcurría a pocas cuadras de allí. Toda una maniobra de ablandamiento y seducción que, según se pudo comprobar, le deparó grandes beneficios.
En suma, es probable que el general Urquiza haya percibido que Buenos Aires, con su dinámica progresista, explicitaba cabalmente el contacto asiduo que mantenía con las naciones desarrolladas y con su remozada civilización decimonónica. Ésta emergía consistente y madura del Siglo de las Luces (XVIII), así llamado por el notable crecimiento que promovió en materia de arte, ciencias y derechos ciudadanos. En definitiva, la ciudad reflejaba, aunque de modo morigerado, el empuje transformador desatado en Europa y Norteamérica en aquel tiempo. Ello era fruto de una apertura al mundo que Juan Manuel de Rosas le había retaceado siempre al interior del país y que, paradójicamente, Buenos Aires venía experimentando desde época temprana.
Pero éstas son meras conjeturas, indemostrables si se siguen pautas historiográficas serias. Lo único cierto es que el partido porteño derrotado en Cepeda logró, por intermedio de aquel pacto, entre otras ventajas, que se postergara su reincorporación a la Confederación y la atribución -que ninguna otra provincia tuvo- de proponer reformas a la Constitución Nacional, sancionada pocos años antes. Pero, en especial, obtuvo el derecho a retener el control sobre la codiciada caja aduanera. Si bien el desparejo acuerdo obligaba al gobierno bonaerense a realizar una contribución anual a las autoridades nacionales, este ítem no se cumplió nunca antes de la efectiva federalización, en 1880, de la ciudad capital.
Es de suponer que los diferentes factores mencionados contribuyeron a generar el clima propicio para que Justo José de Urquiza asumiera una actitud condescendiente y tolerante con los sempiternos adversarios porteños, comportamiento que se repetirá, más acentuado aún, en la batalla de Pavón (1862), razón por la que la mayoría de las crónicas coincide en que allí “se dejó ganar”. Con el paso del tiempo, sus aliados y seguidores le reprocharon esa supuesta debilidad por Buenos Aires, hasta el mismísimo día de su muerte ocurrida una década y media después. Entre las razones que invocaron para cometer el magnicidio quienes lo asesinan de manera alevosa el 11 de abril de 1870, figura la traición a los intereses federales que habría perpetrado Urquiza en tales oportunidades.
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GRAGEAS HISTORIOGRÁFICAS
Elaboradas por Gustavo Ernesto Demarchi, contando con el asesoramiento literario de Graciela Ernesta Krapacher, mientras que la investigación histórica fue desarrollada en base a la siguiente bibliografía consultada:
· Benarós, León: "El desván de Clío"; Fraterna, Bs.As., 1990
· Campobassi, José: "Sarmiento y Mitre, hombres de Mayo y Caseros"; Losada, Bs.As., 1962
· Carpentier, Alejo: “El siglo de las luces”; Bruguera, Barcelona, 1980
· Chávez, Fermín: "Historia del país de los argentinos"; Theoría, Bs.As., 1985
· Gandía, Enrique de: "Mitre"; Cedal, Bs.As., 1975
· Gorostegui de Torres, Haydée:
"La unidad nacional en crisis (1852-1862)"; Cedal. Bs.As., 1975
"La organización nacional"; Paidós, Bs.As., 1972
Romero, José Luis y Luis Alberto: “Buenos Aires. Historia de cuatro siglos I”; Altamira, Bs.As., 2000
· Sáenz Quesada, María: "El Estado rebelde"; Ed. de Belgrano, Bs.As., 1982
· Scalabrini Ortíz, Raúl: "Historia de los ferrocarriles argentinos"; Plus Ultra, Bs.As., 1964
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