La pieza donde Matías duerme es pequeña. Por la ventana la luna estúpida ilumina el segundero que hace un ruido casi imperceptible. Un bramido desesperado de mujer parece despertarlo, contagioso, le acelera el ritmo cardíaco. Matías piensa en incorporarse pero sospecha que sería en vano, que no volverá a oír tal cosa, ninguna otra cosa antes de dormirse más que el compás de su reloj. Escucha un cuchicheo de voces a su lado, ininteligible, como en secreto; pero sabe que está solo en la cama, en la pieza y en el departamento. Cree que todo se desvanece, que el tic del segundero suena distinto al tac. Es cierto. El pulso lo marca el tic, con su acento, pero la voz sigue a su lado, como respirándole, y comienza a escuchar diástoles acentuadas como el tic.
Abre los ojos enormes. No ve nada, el negro de la noche se llevó su luna y su habitación y sólo quedan las voces. Se levanta, o mejor dicho, cree que lo hace, pisa el suelo frío descalzo. Sabe que alguien está tras la puerta con el cuchillo, y que las voces lo animan a que vaya hacia ello... Otro grito como de súplica, esta vez es real porque tiene los ojos bien abiertos, aunque no puede precisar de dónde viene. Recuerda que se ha levantado, y entonces deduce que se encuentra parado en la puerta, a la entrada del pasadizo, recuerda la sensación de frío en los pies. No es necesario conmemorar la negrura total porque siente los párpados cansados del no pestañear, secas las pupilas y ahora espera el cuchillazo rápido, lo presiente... ¿Y cómo es que lo recuerda? Venía después de un tic, sístole, cuchillazo, tac, el vómito ácido, el estertor y la mejilla en el piso frío... Él cree que alguien abrió una canilla en su departamento. Ese caer de agua inconfundible. Quizá fue en el de al lado que es igual al suyo... O no, tal vez el caño de desagüe de la alcantarilla. Recuerda ahora el túnel, los tres que tratan de violarla, ella se resiste pero Matías no pretende intervenir. La desventaja es evidente; el forcejeo, sujetas las manos de ella y aquella cara aplastada contra la mugre de la pared. Uno le levanta la pollera, le arranca la bombacha. Lo han visto. Los gritos, Matías ve al tipo avanzarle, de ahí la hoja del cuchillo; mas sabe que está en su casa, en aquel pequeño cubículo con su noche y sus cosas.
Tíc (acentuado) el pulso, y la tiniebla de su ahora silencio. Tac, más las luces azules intermitentes, y las paredes garabateadas del túnel desde cuya entrada ingresan aquellas pulsaciones resplandecientes y los ruidos de apurados pasos.
Sístole diástole, tic tac del reloj. Ahora el flash, la luz cegadora que no consigue cerrarle los párpados. El hombre dice que no hay pulso, Matías sabe que eso no es cierto, desea hablarle, contradecirlo aunque sea con una sonrisa, mas no puede, no se esfuerza y todo el resto empieza a atenuarse: las luces, las voces, los gritos. Conque nos queda sólo el compás del reloj y la ventana. Debe despertar...
El segundero confunde, aunque su avanzar produzca ruidos exactamente iguales tendemos por naturaleza a acentuar uno de ellos, una tendencia imposible de sortear. Desde fuera la luna boba, apago el cigarrillo mientras observo el cosmos ciudadano de la noche desde mi ventana. Me acuesto. Escucho el crecer de la barba contra la funda almidonada, lucho contra el acento del reloj, compás de dos cuartos y en la tiniebla de mi pieza los murmullos comienzan a emerger. Un remar pausado en aguas tranquilas ¿qué será? Como que me levanto y desde mi ventana observo un río calmo, y una vegetación frondosa que deja ver la luna entre sus hojas. Eso explica el acompasado eco de los remos. Casi no escucho el tictac. Un puente de sogas se extiende sobre el río a mis pies. Ahora todo está más claro, como el resplandor movedizo del satélite en el agua mansa. Parece que Matías se ha puesto a escribir. Parece que es su turno, y que alguien rema ahí abajo.
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