Mi padre ha tenido cuarenta y tantos desde que yo era un niño con el pelo cortado a estilo tazón y unas extrañas patillas en forma de tejadillo para taparme las orejas. Mi enamoradiza hermana mayor me intentaba acomplejar llamándome Dumbo y mi madre lo consiguió, sin proponérselo, reprendiendo sus insultos.
Ya me ha crecido la cabeza lo suficiente, tal vez un poco más que suficiente, como para compensar el tamaño de las orejas y ser de paso profesor de matemáticas. Ya no tengo complejo de orejas, es más creo que es el único complejo que no tengo; pero a lo que iba: mi padre sigue teniendo cuarenta y tantos y no es que esto me preocupe, hoy por hoy sólo me preocupo de las cosas importantes: el desarrollo tecnológico, el efecto invernadero (sea lo que sea), como utilizar seis tarjetas de crédito en la misma enfermiza cuenta corriente...
Me cuesta trabajo entender que si cuando yo sufría el leve mareo de mi primer cigarrillo y descubría que hay órganos, además de las pupilas, susceptibles de dilatación, mi padre ya había superado con éxito la crisis de los cuarenta. Ahora que me encuentro en esta difícil edad en la que ya sé con total certeza todo lo que nunca llegaré a ser en la vida, es decir despidiéndome de los treinta, él siga ahí, tan contento, apoltronado en la placentera década de los cuarenta.
Aparte de la repulsión, o quizás envidia, hacia los problemas de ecuaciones en los que aparecen familias enteras envejeciendo a su justo ritmo, acompasadas y sin estridencias; el tema se está convirtiendo en una verdadera obsesión.
No digo una obsesión de andar por casa; no, una obsesión diagnosticada por mi psicoanalista, o sea, de las malas.
Según éste, mi padre tiene un complejo inverso de Edipo que le impide envejecer, pero sólo hasta que yo tenga descendencia, momento en el cual, mi padre viéndose como un abuelo con su nietecito sentado en sus rodillas, decidirá marcharse a la edad que le corresponde y el proceso será instantáneo, o sea, que como mi padre se ha pasado treinta años con cuarenta y tantos se convertirá en un ancianito.
Entonces me surgen las siguientes dudas: ¿Qué derecho tengo a alterar la apacible vida que ahora lleva mi padre? ¿Será mi hijo para mí también el secreto de la eterna juventud? Si el problema lo tiene mi padre, ¿por qué pago yo las facturas del psicoanalista?
Me aterra el futuro y es que cualquier día me hago más viejo que mi padre. Y por ahí sí que no paso.
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