Capítulo Segundo
A la hora de la siesta todo se detiene y da comienzo el concierto de las cigarras en re menor. Después de comer, avisa a los vivos de que es el momento de dejarse llevar por el sopor con la panza llena y el ánimo calmado de un cuartillo de vino. Tumbado en la mecedora bajo la parra Ramón observa el vuelo de las abejas entre los racimos casi maduros, manojos de aceitunas negras que engordan a los pajarillos que sirven de despertador. Los rayos del sol se filtran entra las hojas, ofreciéndose al que quiera abandonar el frescor de la sombra para tostarse en la sobremesa. El Gordo dormita – como casi todo el día – satisfecho de sus correrías matinales y con la tripa redonda al fresco, en una postura casi de contorsionista exhibiendo sus vergüenzas. Todo está paralizado cuando Ramón decide levantarse para hacer algo de provecho, más por costumbre que por necesidad. Recoge la mesa y friega el plato y el vaso que ha utilizado. Mientras lo hace piensa en lo triste que es cocinar para uno. Se refresca la cara para estar bien despierto, lo que no es difícil cuando se hace con agua de pozo, que sale siempre más fresca de lo que uno espera encontrársela cuando iza el pozal (lo que debe hacerse rápidamente, ya que el recipiente es muy viejo y el agua se va escurriendo por diminutos agujeros y si uno se encanta, ha hecho trabajo en balde). Lo que tiene que hacer hoy es llevar patatas a la tienda. El gato le sigue hasta el coche moviendo la cola, pero sabe que no va a subir al vehículo. Lo hace para que su amo no se sienta tan sólo y le pueda decir no subas que tu te tienes que quedar a vigilar la casa, Gordo. Le gusta la responsabilidad de ser por unas horas el señor de la casa, sentir el poder que le da ser el amo de las gallinas cuando Ramón no está. El camino al pueblo es corto, diez minutos apenas, pero el sol que hace hoy parece que ha dormido al automóvil, que gime mientras sube con desgana la pequeña cuesta de la entrada. El pueblo siempre es igual. Los abuelotes están en el bar de la plaza, sentados a la sombra, con las boinas caladas y los puros medio apagados pegados en los labios de piedra. En la mesa las tazas de café vacías, el cenicero lleno y las copas de coñac a medias, para no estropear la estampa. La partida de dominó, en la que siempre se enfrentan las mismas parejas quizá desde siempre, les aísla de todo, aunque ahora que el pueblo está vacío no hay nada de que aislarse. Tal vez así engañen a la muerte, seguro que a ninguno se lo llevará durante una partida La iglesia ahora empieza a recibir a las señoras que buscan oración o el frescor del templo, siempre agradable. Ramón no ha ido ni una sola vez a la iglesia para rezar, no es persona religiosa. Las veces que ha entrado, que no son pocas, ha sido para ayudas al párroco a arreglar ahora esta gotera, otra vez las tejas que están sueltas y en una ocasión, al poco de llegar al pueblo, ayudó a Luis a arreglar los bancos, lijando, reparando rotos y barnizándolos todos. Aunque ellos y el párroco sabían que no se iba a volver a llenar la iglesia como cuando el cura era joven, pero es bueno que las cosas se conserven aunque solo sea para que queden mejor a la vista de la docena de personas que siguen yendo a misa en este pueblecito, en este museo al que nadie viene a ver las magníficas piezas vivas que exponen su sabiduría y sus historias a cualquiera que se siente un rato a su lado. Eso sí, nunca durante una partida. La tienda de la Engracia está en el extremo opuesto de la plaza, con sus cajas de fruta y verduras y los precios marcados con yeso en cartoncitos pegados a la madera. Sus botellas de vino, licores que llevan veinte años esperando que alguien descubra lo que tiene dentro. Es una tienda pequeña, aunque seguro que cuando el pueblo estaba lleno de gente parecía una madriguera de topos, siempre llena a todas horas. Ahora las señoras que vienen a hacer el corrillo matinal, ahora los de las fincas apartadas del pueblo, que viene el de las verduras, mira que melocotones tan ricos que me han traído mujer, que se te deshacen en la boca. Ramón entra, saluda a la mujer y empieza a sacar las cajas de patatas del coche cuando ella da comienzo al sermón de siempre: Ramón, hijo, tan hombre eres para vivir solo y tan poco para buscarte una mujer que te haga compañía a ver si te la buscas que se te pasa el arroz y el hombre solo no puede hacer buenas cosas. Y que si tal y que si cual. Ya estamos otra vez, piensa Ramón mientras descarga la última caja. Póngame cuatro botellas de vino y un queso del que me gusta, Engracia. Mientras la señora se acerca a la estantería donde tiene el alcohol le sigue pinchando con el tema habitual. Has visto a la Julia como está esta primavera? Si es que se hacen mujeres enseguida, Ramoncito. Y sé de buena tinta que le haces tilín, que cada vez que vas a la fonda te pone buena ración y me ha dicho un pajarito que más de un café te has tomado con ella eh, pillastre? Mire, Engracia, la julia es una amiga y ya está. Es una chica muy maja y bonita, pero yo ya tengo bastante con lo mío. Ponga dos latas de atún de esas de las grandes. Con lo tuyo qué, hijo? Mira que eres buen mozo y con tablas, pero a veces pareces mas tonto que…. Si ella se fue, pues búscate otra, que este pueblo esta lleno de viejos y la julia se va a marchar el día menos pensado a la capital a buscarse porvenir si aquí no lo encuentra. Y tú, mientras, soñando. Y te voy a dar este chorizo que míralo, no se lo salta un gitano, a ver si se te pone un poco de color en la cara que parece mentira, todo el día al sol y estas tan pálido, este choricito es de los que hacen sangre. Le voy a contar una historia a ver si ustéd lo entiende. En la selva hay unas flores que crecen en las copas de los árboles. Se llaman bromelias, y crecen ahí porque son tan bonitas en el suelo no llega la luz que necesitan. A veces, cuando llueve mucho, caen ranas del cielo. Muchas llegan al suelo y buscan su vida en la espesura de la superficie. Pero algunas tienen la suerte de caer en las bromelias. Desde ahí arriba, pueden ver lo que las otras ranas no ven. Ven las nubes, ven la selva desde lo más alto aunque estas ranitas no se van a encontrar con otras, a no ser que se lancen al vacío para llegar al suelo. Pero algunas veces da la casualidad de que caen dos ranas en la misma flor. Es algo que sucede en pocas ocasiones durante las lluvias. Entonces, ya lo tienen todo. Tiene el amanecer, las primeras gotas de lluvia, las noches frescas y despejadas y además, tienen otra ranita con quien compartir la suerte que les ha tocado. No te entiendo, hijo, a que me cuentas esta historia de selvas y ranas. Lo que le quiero decir es que un día ella y yo caímos en la misma flor y conocí el amor verdadero que siempre había estado buscando. Y cómo quiere que pueda desear otra cosa si ya se lo que quiero y con quien puedo tenerlo. No tengo ningunas ganas de bajar al suelo porque sé que es mas bonito vivir en una flor, porque algún día volverá a llover y puede que ella caiga junto a mí otra vez.
Ramón carga sus cosas en el coche y como Luís no ha pasado hoy, va directo a la casucha de correos a ver si hay una carta de ella para él. Llama y no hay respuesta. Golpea con los nudillos en la ventana de atrás. Nada. A ver si le ha pasado algo al Luís. Se va directo a la iglesia a preguntar al cura. Pues no, hijo, no esta Luís porque se ha ido esta mañana bien temprano a la capital porque tenia no se que cosas importantes que hacer allá. Ramón se vuelve solo como siempre a su casa, ya el sol bajando y empieza a refrescar. Nunca hay carta, nunca para él. Por qué no escribirá? Se habrá olvidado ya de todo? De los tomates maduros, de los ajos tiernos, los gazpachos a la sombra, las persecuciones en pos del Gordo y el Flaco, riéndose y chillando y luego se echan en el sofá, se abrazan muy fuerte, se besan, buscan mil posturas de amor por la casa y se duermen mirándose a los ojos a ver quien aguanta más y ve al otro cerrarlos. No puede ser, no puede, piensa el hombre solitario que vive con su gato y sus recuerdos, el loco de la colina de los Beatles.
Menos mal que el Gordo le espera y le hace cariñitos nada mas bajar del coche. Aunque no cambie la expresión de la cara como los perros, se le ve siempre contento cuando Ramón vuelve del pueblo. Pasa entre sus piernas, se sube al capó del cuche y se tumba en la superficie calentita mientras ronronea. Ramón hace la cena para los dos mientras repasa mentalmente cómo era ella. Sus ojos, sus jugosos labios, tan apetecibles siempre. Su cintura que dice agárrame fuerte y no me sueltes que me caigo, sus pies pequeños y fríos haciéndole cosquillas en la cama todas las noches. Los rizos y tirabuzones, con ese olor tan dulce siempre en el pelo. Termina de cenar y sigue su cabeza pasando las diapositivas de la vida con ella. Los vasos de vino uno tras otro hacen las imágenes mas vivas, y Ramón empieza a llorar. Ya se ha bebido casi dos botellas de vino, la casa le da vueltas y siente en el estómago algo horrible, mezcla de alcohol, pena, odio y vergüenza. Da vueltas por la casa y sale afuera apurando la segunda botella a tragos, gritando y dando tumbos se dirige a la huerta y empieza a patear las tomateras, los melones, coge la azada y al cabo de diez minutos todo está completamente destrozado, convertida la exuberante despensa de fruta y verdura en un gran montón de abono vegetal. Está muy borracho, son las tres de la madrugada cuando vuelve a casa. El Gordo le sigue por el margen del camino, inquieto al ver que su amo ha enloquecido. Con lo ojos hinchados de tanto llorar, Ramón se tumba en la cama a esperar que salga el sol maldiciéndose por haber arrasado la huerta. Al cabo de diez minutos por fin duerme tranquilo en el camastro, con el gordo haciendo guardia a su lado.
Capítulo tercero
Los pajaritos empiezan su concierto matinal. Esta vez suenan con más brillo, como si todos hubieran afinado los instrumentos porque van a tocar delante de un rey. Hoy Ramón no ha madrugado. Empieza a escuchar el canto cuando nota una caricia suave por la cara. De pronto, un olor familiar llega a él. Es ella. Ha vuelto y está en la cama con él. Ramón extiende un brazo y palpa, hasta que llega a tocar carne. Toca su pierna, sube y llega hasta la cintura. Su cuerpo se llena de calor. Todavía no está despierto pero ya no duerme. Sabe que ella esta ahí, que no es un sueño. Acaricia sus caderas, la mano sigue su viaje y roza suavemente la tripa de ella. Cuento ha añorado es a tripita suave, aterciopelada, de piel blanca. Sigue subiendo y posa su mano en un pecho. Nota como el corazón de su amada late con rapidez, nota su calor, su mano rodea el seno y parece que ella nunca se haya ido. Puede que todo ha sido una pesadilla, que haya estado en coma y haya salido hoy. El cuello, la nuca, el pelo. Introduce sus dedos en la melena y juega con los tirabuzones, el pelo deshecho como cada mañana. Ramón no abre los ojos, prefiere disfrutar de esto como en ensueño aunque ahora tiene toda la vida para verla. Acaricia la carita que tantas veces ha recordado en la soledad del campo y toca sus labios. Va a besarla. Por fin va a volver a abrazar esa boca pequeña con sus labios, va a besarla con los ojos abiertos para ver la cara de felicidad de su amada. Bianca, mon amour. Lo repite una y otra vez sumido en un enfermizo frenesí amoroso. Pensaba que nunca volvería a pronunciar lo que en este momento abraza con fuerza, que ella no volvería. Pero aquí y ahora está junto a el y todo va a ir bien. Abre los ojos y la besa.
Luís llega en bici a toda velocidad con un sobre en la mano dirigido a Ramón. Baja de la bicicleta que no podría soportar otra carrera como esta y grita su nombre pero nadie sale a recibirle. Es raro porque ya son las doce y este hombre nunca duerme tanto. Corre a la huerta y ve todo hecho polvo, patas arriba como si una manada de búfalos hubiera jugado un partido de balompié. No pierde tiempo imaginando a un búfalo embutido en pantalones cortos y calzas de futbolista y vuelve a la casa. Entra y se encuentra con las sillas por el suelo, dos botellas de vino vacías, platos hechos añicos por el suelo y el cubo de basura tumbado y esparcido su contenido por la sala, apestando el ambiente que con el calor se hace empalagoso. Llama y nadie responde. El coche esta en su sitio, entonces tiene que estar en su cuarto durmiendo la borrachera. Are la puerta despacio procurando no hacer ruido y los encuentra a los dos tumbados en la cama.
Ramón esta tendida boca arriba, totalmente pálida la cara, el Gordo sobre él. Le busca el pulso pero no hay nada que encontrar. Luís se echa a llorar. Ramón esta muerto. De sus ojos hinchados salen regueros de lágrimas secas que se enlazan con una sonrisa de felicidad absoluta. El gato también está muerto, hecho un ovillo sobre su amo.
La carta que llevaba para Ramón llevaba una mala noticia. Ella había fallecido tres días antes. A lo mejor ahora están los dos allá arriba, sentados en la misma flor y mirando los pájaros, las nubes y las copas de los árboles de la selva. Dos ranitas en la misma flor, amándose y compartiendo la eternidad.
|