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TEORIA DE LOS EXTREMOS

Por esas cosas que tiene la vida, jamás fui de darle bola a los consejos. Que recibí –por lo menos en los años dorados de la infancia-, en cantidades industriales. Mis mayores eran increíblemente proclives a aconsejar. A intentar por todos los medios advertirme sobre las vicisitudes de la vida que para ese entonces, me sonaba a una entelequia. Una suerte de estado hipotético. Un lugar que ingenuamente localizaba mucho mas allá de las rejas que en mi casa natal establecían el deslinde entre un acá y un allá bien concreto.

Aconsejaban mis mayores por medio de refranes. De parábolas. De anécdotas. De pequeños relatos que indefectiblemente concluían en una moraleja no siempre fácil de desentrañar. Mi abuelo citaba al «Martín Fierro» junto con una infinita serie de decires que mucho después identifiqué con el campo. Con esa pampa bárbara que él pudo recorrer a caballo y de la que yo apenas llegué a cosechar indicios a través de los delirios de algún pobre gaucho en vías de extinción, esclerótico y abandonado.

Mi abuela repetía en sonoro patois las consejas transmitidas de generación en generación, nacidas acaso en aquél inolvidado castillo del sur de Francia y portadas por medio mundo en la memoria de los antepasados que alguna vez se transformaron en colonizadores y por esas cosas de la historia, acabaron por acriollarse. Por asumir el “cago” y la “cagueta”, las “hegamientas” del campo, el “chugasco”, el mate amargo y la doma en silencio de una realidad que tuvieron que forjar trabajando de sol a sol, ante la mirada impávida de los naturales que jamás conciliaron el existir con el esfuerzo.

De tal rara mescolanza de culturas, salieron esos consejos que por ahora no recuerdo demasiado. Pero a los que nunca concedí valor de certidumbre. En cambio, salí a la vida a darme de topetazos. A experimentar sobre el propio cuero. Salí a la vida. Como una tromba, allá por mis quince. Desoyendo toda razón y toda cautela. Buscando la huella de los extremos. Acaso con la secreta convicción que sólo tendría alguna opción de equilibrio cuando hubiera asimilado las puntas más álgidas, las contradicciones menos descriptibles, los deslindes más filosos.

¿Qué si llegué a ellos? Por supuesto. Porque quiero, puedo y me las aguanto. Decía entonces y aún ahora digo. Así, recorrí la calle larga de las iniciaciones de la carne y desde muy pendejo supe el significado de la expresión “ir de putas”. En la columna de las pérdidas asenté el desencanto, ese olor rancio del sexo que se repite sin solución de continuidad y que se mezcla con otros olores, como el de los billetes que se entregan por anticipado. En la columna de las ganancias, la certidumbre de que el amor no puede empezar por el bajo vientre.

Casi al mismo tiempo transité el boulevard alcohólico. Aprehendí el valor de la frase “salir de copas” y bogué por el mar de los tragos, de las bebidas blancas, de los lujos de botellones, de espejos, de etiquetas. A la vuelta de más de una ochava encontré el gusto verdoso de la bilis y pude distinguir los estremecimientos del vino triste, ése que en la Patria ha procreado tangos y mitos urbanos. El tabaco llegó por esa misma época. Llegó para quedarse. Para darme el hábito de un sabor recio que me gusta, que responsablemente me acompaña. En mi haber anoté la experiencia casi siempre solitaria de buscar consuelo en lo que se evapora. En lo fatuo. En lo virtual. Y una inenarrable serie de vivencias de miles de noches hondamente existenciales pobladas de una fauna hoy tan desaparecida como los pterodáctilos.

Para los veinte ya era un “superado”. Existencialista a sabiendas. Nihilista o agnóstico según pintara. O según conviniera para salir a cazar muchachas “liberadas”. Todavía creía que somos los hombres los que levantamos a las mujeres y me esmeraba en esfuerzos vanos: la ropa, la extravagancia, las estrategias para encontrar miradas, los gestos elaborados, las poses... Tanto me tragué el romanticismo que me embargaba que acabé por sepultarlo bajo una pila de escombros y residuos, desechos académicos, desguaces de libros, ejercicios mentales.

Como era de suponerse, la primera novia echó por tierra todas las murallas y en mi horizonte lobuno alzó su vuelo la primera garza. Dí vuelta campana. Naufragué en un vasto océano de ternezas e inconcebibles cursilerías. Sumé tantos en la columna de los prodigios, hasta ese entonces prácticamente baldía. Luego, habrá sido tiempo de desencuentros y de rupturas; de distancias, de escapes, de silencios. No logro recordarlo. Y no cometo esfuerzos en ese sentido.

Pero sí me sé la larguísima serie de despropósitos en los que después invertí inacabables horas de insomnio. Como además de estudiar con fervor varias disciplinas, trabajaba, mis días hábiles eran de pesadilla y los fines de semana, de terror. Dormía de tarde, andaba de noche. Me daba lo mismo tomar un té inglés que suicidarme. Escribía poemas en las paredes de los baños. Coleccionaba marginales en las barras de los boliches, en los bancos de las plazas, en ese colchón que siempre tuve de sobra en cualquier casa que habitara.

A tanta negrura –que sin embargo no significaba ni restas ni horrores-, arribó cierta olvidada jornada el milagro que pudo torcer el rumbo de mi barca. Esa mujer. Esa misma mujer de la que tal vez ya haya hablado. Dándole sentido de verdad a toda una vida de marcha. Edificando un oasis donde sólo la arena estaba. Un descanso. Un recreo. Los hechos y los detalles se han ido borroneando. Y el avance de la muerte que ya para ese entonces no era más que una palabra.

Poco más para decir. Ah, sí. Un silencio hondo. Una exitosa búsqueda en mis profundidades. El hallazgo reciente de lo que la marea, siempre, reintegra. La certidumbre final de que la teoría de los extremos es perfectamente comprobable. De que las balanzas sólo pueden resolverse en el equilibrio exacto de sus brazos. Y la vida, en la cifra de un nombre único. Imponderable.


PARA HABLAR DE LA MUERTE

Para hablar de la muerte es preciso ponerse en bolas y pararse frente al espejo de las propias lágrimas. Es decir, sacarse de encima las estupideces de la literatura y las bobadas de los dogmas, la altisonancia de la filosofía y la vanidad de las ciencias duras. Para hablar de la muerte (ya sé que imito a Vinicius: no me molestes con tanta pedantería de biblioteca; soy consciente, déjame también hacerme responsable), es preciso, digo, sacarse las máscaras y dar la espalda a los relojes, a la pava silbadora, a la foto de la boda de tus padres.

Seguramente es muy bonito todo lo que has leído sobre el tema. O muy interesante, si por fin insistes en tus estudios de medicina. O sumamente consolador si el tema te desvela y en esos libritos sobre la metempsicosis o la reencarnación, has encontrado una efectiva puerta de escape a la sospecha de que te pudrirás sin remedio, tanto en el propio cuerpo como en el recuerdo ajeno.

Pero la muerte es, definitivamente, otra cosa. Y para hablar de ella resulta absolutamente necesario excursionar como un rabdomante por los terrenos de la memoria. Deambular sin equipaje por los campos del recuerdo. Transitar, vara en mano, los senderos tortuosos de lo que no se piensa nunca, de lo que intencionalmente se deja de lado. De lo que se descarta por baladí, por cursi, por vergonzante.

Podríamos hablar, por ejemplo, del dulce de leche que hacía tu abuela. De las idas a la cancha con ese tío viejo. De las tardes infinitas de los domingos repasando las fotos amarillentas de un álbum familiar. De encontrar que las personas, las circunstancias, las sensaciones, no guardan relación alguna con la realidad. Se han ido. ¿Habrán muerto? Es posible. No están. Han perdido sustancia. Se desdibujan. Se borronean. Son sólo palabras vacías de significado. Arbitrariedades de la memoria o de la sensiblería. Que molestan. Porque te pueden humedecer los ojos. Que a la vuelta de los años es peor que saber que te han mojado la oreja...

La muerte es lo mismo. Significa lo que se pierde. Lo que se pierde con toda la conciencia puesta. Lo que se pierde de golpe. Sin la atenuante de la vejez ni del crecimiento. Lo que se pierde en dos, tres, cinco segundos. Lo que se pierde y ya. Y te confieso que yo mismo, para hablar de la muerte, debo hacer un esfuerzo.

Regresar a la habitación mítica de mis abuelos donde estaba aquel espejo que todavía guarda el prodigio de mi infancia llena de sol. Donde el roble era especioso. Donde la pinotea centenaria prolongaba su agonía horizontal de piso perfecto, pulido a punto de espejo. Regresar a la cama vasta. Al cuerpo del anciano reducido al fenómeno de unas cuantas células. A esa respiración involuntaria, progresivamente dificultosa. A la espera. A la espera que debí aceptarme expectante pese al duelo en ciernes.
Para hablar de la muerte debo recuperar aquel minuto en que la frescura de la piel del viejo se volvió hielo. Y un vacío sin fondos me ganó el estómago y los huevos. Y un aire final escapó con chillido de lechuza de los alvéolos definitivamente quietos. Para hablar de la muerte debo actualizar la sensación de que nada (absolutamente nada) había más allá de la punta de mis zapatos. Para hablar de la muerte debo subrayar la certidumbre de que toda la realidad se resolvió, por un brevísimo instante, en una cornisa sobre la nada.

Alguna vez me he parado frente a un camión en marcha hacia mí, bajando por una pendiente. Alguna vez también me he puesto el caño de un revólver en la sien izquierda. Alguna vez he dejado de dormir hasta los deslindes de la razón. O he ofrecido mi sangre sin ningún reparo. Es decir, me he expuesto a hechos irreversibles sin que nada ocurriera. Pero no es a partir de tales extremos que puedo hablar de la muerte. Y sí, en cambio, puedo hacerlo desde esa memoria colectiva de lo que se ha quedado en el camino. O desde aquella noche, cuando mi abuelo se volvió cadáver sin avisos previos. Sin metáforas. Sin clarines pomposos ni prodigios celestiales.

Tal vez porque hablar de la muerte, mi amigo, no es más que hablar de esta existencia que nos mantiene en marcha...


MIGUELO

No compartí nunca esa tan difundida idea de que “los amigos, al contrario de la familia, se eligen”. Sostengo que los amigos se encuentran. Y que uno es libre de acceder a ese encuentro o salir disparado hacia el rumbo contrario. Tal vez por cierta curiosidad innata o por esa famosa tendencia de no atender advertencias ni consejos, jamás le hice asco a nada que la marea aportara a mis playas. Y Miguelo fue un ejemplo paradigmático de toda esa filosofía de vida de la cual no me arrepiento.

Era un perfecto modelo del resentido social. Cualquiera de las aristas que en su compleja personalidad buscaras, tarde o temprano acababa suministrándote una cuantiosa palada de mierda bien rancia, lo suficientemente espesa como para ensuciarlo todo, ahogarte, sumirte en la angustia más honda, desquiciarte y quitarte el sueño.

Más que parido, cagado por una anti-madre de antología que de cinco herederos sólo pudo legitimar dos y con serias dificultades. Como no le fue posible sostener ninguna clase de vida familiar, desparramó sus hijos por todos lados, dedicándose con ahínco a trabajar de noche. De copera, según su propia versión. De yiranta, según la memoria plural de quienes desde muy pibes anduvimos sueltos por las horas de la bohemia y de las putas. Único varón de esa progenie dada a luz por olvidos y descuidos elementales, Miguelo hubo de ser el testigo silencioso de una verdadera multitud de tíos efímeros que la generosa madre alojaba en la pensión que durante su infancia hizo las veces de casa.

Ya adolescente, la pasó escapando de un negocio en baja que con los años, la veterana noctámbula transformó en taller de alta costura para abastecer a las nuevas patinadoras y al creciente ramo de varones disfrazados que poquito a poco fue copando la banca de las muchachas. Miguelo rehusó actuar de modisto y buscó poner distancia aprendiendo el oficio de zapatero. Así lo conocí, embetunado hasta las pelotas, haciendo gala de un seductor humor sombrío, apenas visibles sus ojos detrás de un par de gafas insólitas que le daban total aspecto de mamarracho.

Se adhirió a mí como una sanguijuela. Descubrió, con el tiempo, alguna serie de cualidades. Acaso porque no pudo nunca pescarme en un renuncio ni topar con prejuicios de mi parte. En el fondo, me daba lo mismo que su madre hubiera sido hija de un arzobispo y sus hermanas –que prolijamente repitieron, en medida variada, las tendencias maternas-, carmelitas sin sandalias. Excepcional pareja de truco, pierna siempre dispuesta a todo, Miguelo me profesó una incondicionalidad casi conmovedora. En todo caso, peligrosamente emocionante.

No tardó en cambiar el oficio zapateril por lo que él llamaba un empleo decente: milico de la federica (para decirlo sin uso del argot, agente de la Policía Federal). Y la “decencia” del empleo quedó ampliamente justificada por el uso cotidiano de la reglamentaria. El fierro, legal, era una Ballester Molina calibre 45, modelo 1914 que en sus días franco no escatimaba en lucir fuera de la funda, calzada en la parte delantera del cinto y mostrando al mundo una culata grosera, desproporcionada. Acaso suficiente para equilibrar tanta desigualdad entre la vida normal de la mayoría y la propia desgracia del portador...

Me hartó demasiado pronto lo infantil del argumento. Demasiado pronto me cansó la marginalidad del lumpen. Su descarada prepotencia de pobre tipo. Sus prejuicios, sus complejos, sus resentimientos. Miguelo se volvió un indeseable y para convencerlo, llevé adelante un prolijo plan de desaires. Prolijo e infructuoso. Infructuoso y pronto reemplazado por toda clase de patadas morales. Haciendo gala de crueldades máximas, llegué a encamarme con una de sus hermanas y echárselo en cara. Ni mota de reacción. El perro fiel le brotaba por todos los poros: encontraba explicaciones, me disculpaba, encogía la cola, se echaba a mis pies y me rendía honores en una permanencia a mi lado que llegó a volverse completamente insoportable.

Redoblé el nivel de guachadas. Ocupé mi tiempo en desairarlo primero y en desafiarlo más tarde. Tuve excelentes rendimientos académicos por ese tiempo y hasta un éxito social relativo. Y también, una sospecha que no tardó en convertirse en horrorosa certidumbre: en mi entorno de estudio empezaron a arreciar las detenciones y los avances policíacos. Con esa frialdad subnormal que le era tan propia, Miguelo no tuvo empacho alguno en admitir su responsabilidad: delataba sin otros fundamentos que joderme, cobrarse en cualquiera mis rechazos. Topé con la arbitrariedad más incalificable. “Lo hago porque se me canta el forro de las pelotas, ¿y? ...”

No me quedó otro remedio que partir. Buscar distancias. Otros estudios, otra universidad, otra gente. Resulté un estudiante aceptable de Antropología que por todo un bienio residió en La Plata resistiéndose a hablar de sus orígenes y de sus antecedentes. Ocultándose. Durmiendo sólo lo indispensable para soñar lo menos posible. Curándose muy despacio de esa enfermedad ajena que Miguelo llegó a representar. Hasta reponerse. Y regresar a la aldea. Comprobando en carne propia lo que nuestra historia patricia ha propuesto para explicar tanta frustración colectiva.

Sabiendo que el tipo emigró. Que no ha muerto. Que en cualquier vuelta de tuerca puede volver y sumar su mierda personal a la de muchos que restaron tanto a la existencia.

Texto agregado el 30-10-2004, y leído por 905 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
10-12-2004 Lo leí en otro tiempo, en otro lugar... Opino como Cavalieri. orlandoteran
27-11-2004 Excelente. Un abrazo. MCavalieri
06-11-2004 Usté, Linares, tiene esa extraña forma de hacer parecer todo un documental, usté no vive: informa, deja, regala. Ahora una foto mía: "Coleccionaba marginales en las barras de los boliches, en los bancos de las plazas, en ese colchón que siempre tuve de sobra en cualquier casa que habitara." Con lo que su texto parece hablar de mí. Luego Miguelo, también tuve un de esos, aunque el mío no me dejó una hermana, sólo un recuerdo ahora que lo leo a usté. Lo que me hace pensar que algún día quizá me ponga a escribir documentales y hable de la muerte como alguna vez un tal Linares... guy
 
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