Víctor Opojaz, presidente de la Sociedad para el estudio del lenguaje patético, llevaba toda una vida luchando por construir una idea. A lo largo de simposios, seminarios, conferencias y tardes en la terraza regando los geranios, no había conseguido más que esbozos. Esqueletos, escorzos. Retazos de i, intuiciones de de, conatos de a. Pero ninguna idea. Todo su patrimonio mental era recibido, adoptado o robado. Ni un solo concepto que pudiera considerar propio.
Toda la rabia acumulada se condensó en una tarde de jueves. Las calles le ofrecían un espectáculo insultante. Las madres parían con la naturalidad de una caja de cerillas, los carpinteros tallaban colibríes de ébano, los panaderos horneaban estatuas de mazapán y hasta el último colegial llevaba a casa un dado de papel reciclado. Y él no era capaz de incubar ni una sola idea. La frustración se mutó en desdeño, y de ahí al odio no hubo más que un salto. Así que estalló.
Apostado en el cuartel general de un banco, reunió a un ejército de epítetos, oxímorons y antónimos. Respaldado por el soporte estratégico de una vieja gramática latina, lanzó una avanzadilla de encabalgamientos, que sembraron el pánico en el panorama preescolar del parque. Hizo avanzar dos divisiones de imperativos, flanqueados por una columna de anáforas, que sesgaron todas las defensas de un enemigo desprevenido. Cuando el gentío de la hora punta había quedado reducido a escombros semánticos, se retiró escalonadamente, con un batallón de analepsias cubriendo la retirada. Los últimos en partir fueron un grupo de arqueros narratológicos, que se recrearon rematando algún superviviente espontáneo.
Víctor abrió los ojos y se levantó. Cruzó la plaza que acababa de devastar blandiendo un estandarte de victoria. Regresaba a casa magnánimo, pletórico, invencible. Pero al cabo de unos cuantos minutos a paso de silencio, de repente le apuñaló una afilada aflicción en el pecho. Con presagios de lágrima, recuperó una convicción tan indudable como el aire. Al ver pasar un niño con un collar hecho de macarrones, cayó en la cuenta que él no tenía nada propio. Fue el fin.
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