Era Domingo y como tal iba a la Plaza Nueva del Casco Viejo de Bilbao, a la caza de un nuevo amante.
Allí se reunían familias enteras, numismáticos, filateros, intelectuales, niños corriendo y maravillándose por cada ave exótica mostrada al gentío a través de unas rejas. En realidad eran palomas, tórtolas y algún que otro gorrión y periquieto.
Di varias vueltas a la plaza, mirando, calculando, llegando al punto en el que sabría cual sería el siguiente que caería en mis manos. El aún no lo sabía pero pronto lo descubriría. Había tenido numerosos amantes, unos llenaron mi vida de poemas y largas noches de duro invierno frente a la chimenea, otros salvajes que llenaban mi vida de nuevas y furtivas aventuras.
El último había sido largo y duradero, habíamos viajado hasta Oriente cayendo bajo el hechizo de su gran apostura y virilidad, convirtiendome así en una de las concubinas del Dey, siempre la amante nunca la esposa.
Había sentido su tersa piel, su peculiar olor. Me dió lo que necesitaba, noches de ardientes pasiones que convertían la lujuria en amor.
A todos los quise, cada uno de una manera distinta y todos ellos me comprendieron, siempre fieles en las noches de verano, siempre fieles en las noches de invierno y siempre junto a mi en mi mesita de noche, mi amante, Mi Libro. |