El niño del rastrillo y la pala edificó su primer castillo de arena a la edad de cuatro años. Cinco minutos fue el tiempo que se mantuvo en pie. Un golpe de mar se encargó de derribarlo sin esfuerzo aparente. A partir de entonces, el niño dedicó buena parte de todos sus veranos a levantar castillos. Lo único que le fascinaba; ni pirámides, ni sirenas, ni estrellas de mar, ni pozos profundos en la arena. Sus castillos siempre fueron derribados por las olas.

Investigó todo tipo de técnicas y materiales. Probó con diferentes herramientas. Con agua dulce y salada, con cubos de diferentes tamaños y estructuras cada vez más sólidas. Aprendió intuitivamente a hacer cimientos, pero el mar siempre podía con todo. A los nueve años contrató a su primer capataz, a cambio de una colección de cromos. Y la playa siguió arrastrando castillos.

A los doce, su primera novia formal le abandonó por culpa de su obsesión. A los quince había aprendido todo lo que se puede saber acerca de muros de contención. Nada mantenía en pie su fortaleza. A los dieciocho se matriculó en la universidad. Siete años después firmó su primer proyecto como arquitecto: una cárcel de máxima seguridad.

Dedicó el resto de su vida a diseñar prisiones, centros de reclusos e internados de salud mental. Con sus fortalezas y sus murallas, con sus torres de vigilancia y sus fosos. Lo más parecido a los castillos que inventaba el niño del rastrillo y la pala. Se enamoró de una antigua compañera de carrera y se casó a la edad de veintisiete. Tuvieron un hijo. Fue un buen compañero y un padre ejemplar.

El día que su pequeño cumplió cuatro años decidieron regalarle un rastrillo y una pala y se dirigieron a la playa. Fue entonces cuando entendió que todos los castillos de arena, tarde o temprano, desaparecen como espuma bajo la orilla del mar.