Bellísimos ambos, se conocieron una noche lluviosa cuando ella paseaba por las calles de Londres. Era una excentricidad muy suya esa de salir a caminar bajo esa agua fría que se escurría por sus ropas y por su piel en un baño sensual y purificador. Ethel, que así se llamaba la niña, fue vista por Green, quien paseaba también pero arriba de su carruaje. Ella vestía vaporosos vestidos negros y él un pavoroso frac del mismo color, lo que le daba todo el aspecto de un joven notario. El muchacho le indicó a su cochero que avanzara en la dirección hacia donde caminaba aquella preciosa joven a paso lento, ajena al tiempo y al espacio. Cuando estuvo a un par de metros de ella, descendió del coche y haciéndole una gentil reverencia, la invitó para que lo acompañase. Ella, como si hubiese sido interrumpida en un ensueño, se sobresaltó y miró con curiosidad al joven. El se presentó, le dijo que era un acaudalado comerciante y que por favor no lo mal interpretara. Ethel sonrió y sus mejillas parecieron iluminarse. Green sonrió a su vez y dos soles relumbraron dentro de sus pupilas oscuras.
Dos meses después, Ethel y Green eran marido y mujer. Ambos compartieron la inmensa mansión y como si fuesen dos chicuelos, jugueteaban durante todo el santo día, ideando las más inverosímiles diversiones tales como, arrojarse desde el segundo piso sobre una montonera de sacos, bañarse en las aguas sucias de un estanque, o simplemente perseguirse el uno al otro, ocultándose alternadamente en las numerosas habitaciones de la enorme casona. La servidumbre, conformada por una mujer añosa y su esposo el cochero, que además cumplía diversos oficios en la casa, miraban a los jóvenes con cierto gesto de reprobación, pero no chistaban siquiera cuando tenían que acceder a sus muchos caprichos. Uno de ellos era cenar en la terraza cuando el cielo estaba negro y tenebroso. Sólo un par de velas iluminaba a aquellos seres perfectos que se arrobaban con miradas y silencios tanto o más elocuentes que sus palabras. Se amanecían en aquellos menesteres y cuando la luz del día interfería en su particular romance, se levantaban arrebujados en su densa y mutua ternura y tomados de la mano se dirigían a sus aposentos. Eran felices compartiendo esa existencia libre y sin ataduras de ningún tipo. Todos sus días eran diferentes. A veces, Green se encaramaba al pináculo más elevado y desde allí comenzaba a recitar sentidos poemas de amor, los que parecían enredarse en las alas de las aves que pasaban rasantes por sobre su cabeza. En otras ocasiones, Ethel salía corriendo de su habitación y sin siquiera darles el buenos días a los ya estoicos empleados, se perdía en la lejanía hasta llegar a unos bosques tan poblados como la fantasía suya. Ya entreverada entre esos centenarios árboles, contemplaba con ojos ávidos esa naturaleza salvaje y bella que parecía rendirle tributo a su gran belleza.
Acaso esa singular filosofía de vida se introdujo también en forma subrepticia en sus células porque una mañana Ethel no quiso salir de su cama y pese a que su marido le hizo cosquillas bajo los brazos y en la planta de sus pies, le arrojó almohadones por su cabeza y le arrancó las cobijas en las cuales ella se ocultaba hasta las orejas, la muchacha sólo atinó a murmurar incoherencias, le miró con ojos tan extraviados que el joven no pudo aguantar el llanto y arrojándose sobre ella le pidió que le dijera que le estaba pasando. Como no obtuvo respuesta llamó a todos los médicos que conocía para que la examinaran. Siete profesionales se reunieron delante de esa lánguida muchacha que parecía apagarse a cada momento. Al final todos coincidieron que Ethel sufría de una extraña enfermedad degenerativa para la que en esos momentos no se conocía cura. Green, desesperado, les ofreció todas sus riquezas para que sanaran a su Ethel, el amor de su vida y la luz de su existencia. Es difícil comprender como dos personas pueden involucrarse tanto en tan escaso tiempo pero eso era lo que sucedía con ambos muchachos. Sus vidas habían sintonizado de tal forma que cualquiera que los hubiese visto corriendo felices, uno detrás del otro, hubiera dicho que siempre habían estado juntos. De la prodigiosa cabeza del muchacho surgió de pronto una idea que por lo alocada, fue rechazada de inmediato por los médicos. El deseaba donar parte de su sangre, ese licor de vida y motor de fantasías, para que fuese inyectada en las venas ya exangües de su amada. Le explicaron que sus grupos eran incompatibles, que hacerlo era sentenciar a la muchacha a una muerte segura. Obcecado, Green, esperó a que se retirara la junta médica y de inmediato le ordenó a su cochero que ubicase a Graham, un médico jubilado que por una botella de buen licor, era capaz de resucitar a un muerto.
El viejo doctor realizó la operación tal y como se lo pidió Green. A los pocos minutos y contraviniendo todas las leyes de la naturaleza, Ethel abrió sus ojos, los que se encontraron con el rostro expectante de su esposo. Ella sonrió con esa mezcla de ternura y candidez que la hacía parecer aún más bella y le tendió sus brazos para confundirse ambos en un solo cuerpo enamorado.
Regresaron las risas y los juegos a esa casa que recuperó también su alegría. Los viejos, a regañadientes, atendían a aquellos que consideraban que estaban más locos que una cabra. La vida les sonreía a ese par de enamorados, más aún cuando supieron que Ethel sería madre.
Cuando nació Toy, este trascendental hecho abrió nuevos cauces en sus corazones generosos. Miles de estrellas de tintineante cristal fueron colgadas en su homenaje en todos los ámbitos de la residencia y centenares de hermosos juguetes llenaron una de las habitaciones más espaciosas. Toy creció feliz entre ese par de niños grandes
Pero todo se oscureció una tarde en que ambos esposos comenzaron a perder energías ante la mirada curiosa del pequeño niño, quien, al verlos en ese estado, sólo atinó a lanzar un largo y triste berrido.
Los mismos médicos visitaron a la pareja para diagnosticar el extraño mal. Sin saber que Green le había donado su líquido vital a Ethel, en una desesperada acción por retornarla a la vida, detectaron en la sangre de ambos un virus degenerativo que era absolutamente desconocido para la ciencia. La enfermedad, incurable y letal acabaría en el breve plazo con ambos. Entonces, Willy, el cochero, contó que el retirado doctor Graham le había realizado una transfusión de sangre a Ethel, luego de extraérsela a su esposo. Los médicos pusieron el grito en el cielo, despotricaron contra todo el mundo y amenazaron con enviar a la cárcel al viejo médico. Pero uno de ellos, opinó que acaso podría intentarse lo mismo con el hijo de ambos. Sus colegas le miraron horrorizados y el más flemático abandonó la casa absolutamente ofendido por proponer algo tan empírico.
Sangre fresca y nueva corrió por las venas de aquellos enamorados. Toy, fuera de sí, no se separaba de su lado y los acariciaba y les llenaba la cara de besos.
Transcurrieron veinte años de inmensa felicidad para esos seres simples de corazón.
Cuando Toy ingresó a la facultad de medicina, sus padres respiraron aliviados puesto que siempre habían temido que la enfermedad reapareciera para matarlos a los tres. Por lo tanto, mientras Toy se transformaba más tarde en un joven y eminente investigador experto en Hematología, ellos proseguían participando de sus ya más reposados juegos y de vez en cuando disfrutando de una particular cena en medio de rayos y truenos, mientras se juraban amor eterno…
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