La bahía de las almas
- ¿Seguro que no estás olvidando nada? -había preguntado su madre a Pedrito-, que orgulloso y anhelante mostraba su mochilita prolijamente armada.
- Claro que no -había exclamado Pedrito casi con molestia, seguro de su meticulosa anticipación-.
En el zaguán esperaban los dos a los chicos, él más ansioso que ella, y su madre más preocupada que otra cosa.
- Quedate tranquila mami, me voy a cuidar -dijo Pedrito en forma relajada– . Además, los chicos son responsables y me quieren mucho.
El sonido indiscreto de la bocina del Falcon azul despintado rompió el tenso silencio de la irritante espera. Andá que ahí están los chicos. Cuidate mi amor, y luego lo despidió dándole un beso húmedo de esos que dan las madres. Se limpió la mejilla con la manga y se acercó excitado al coche que esperaba ya con el baúl abierto. Cargó sus cosas y subió en la parte trasera.
Roberto no estaba muy contento de tener que llevar a su primito que molestaba siempre con sus preguntas de niño de ocho años. Miguel y Ángel tampoco, fácilmente irritables ante las infantiles insistencias de una mente que le cuesta entender las cosas. El estrépito del caño de escape furioso y humeante se presentó ante Pedrito como el enérgico anuncio de una mágica aventura. Roberto y sus amigos se limitaron a debatir cosas de grandes, mientras el auto dejaba atrás urbanos kilómetros y se internaba de a poco en el espacio sin casas, en el reino arbóreo y animal que ameritaba el campamentismo. A pesar de sentirse ajeno al mundo de sus compañeros de viaje, Pedrito era feliz en su nube expectante de aventurero primerizo.
Llegaron a la Bahía de las Almas después de una hora de recorrido. Era una bahía hermosa, rodeada por un universo de pinos y algunos álamos aislados, rebeldes sin causa en aquella sociedad conífera. La mansedumbre de las aguas del lago Fiorentini maravillaron los ojos inquietos de Pedrito. El día era insuperable, y el cantar de los pájaros auguraba una experiencia memorable.
Con sus años de camping, Roberto montó la carpa con practicidad y destreza, mientras su primo miraba atento los pasos y trucos de aquellos que conocen del arte silvestre. Miguel sacó a relucir su buena fama de cocinero con un asado incalificable.
- ¿Me enseñás a hacer fuego Miguel?, -preguntó con actitud miedosa Pedrito-.
- Mirá, esto es fácil –dijo Miguel-. Vos tenés que buscar hojas secas, ramas finas y apilarlas en forma piramidal…
- ¿Qué es piramidal? -interrumpió el niño con inocencia-.
- Piramidal es como la forma de un triángulo, -contestaba Miguel impaciente y hablando lentamente, como si se estuviese dirigiendo a una persona deficiente.
- Ahhh, como un triángulo -entendió Pedrito-.
Luego Miguel continuó desarrollando la explicación sin interés ni vocación de maestro. Después de comer opíparamente, los chicos prepararon el equipo y fueron a pescar con Pedrito, que había estado esperando ese momento desde antes del almuerzo. Una hora, dos horas… Nada. Hoy no es el día, comentaba con resignación Roberto a los chicos, que asentían con actitud de esperanza. Pedrito sintió su corazón latir con fuerza cuando vio su caña arquearse de golpe y violentamente. Comenzó a recoger el sedal del reel con intensidad, todavía sin poder creer en su suerte. Ángel lo ayudó a desenganchar el hermoso ejemplar del anzuelo, al mismo tiempo que envidiaba internamente al favorecido niño.
La trucha les sirvió de cena, y a Pedrito le pareció el pescado más rico de su vida, no por las secretas artes del fabuloso cocinero, sino por haberlo pescado él mismo. El fogón infaltable dijo presente en la noche. Todo era magia para él ese día; el primer campamento, la pesca, la comida, los rostros iluminados por las llamas intrusas que irrumpían subversivamente en la oscuridad de la noche. Y la calmada Bahía de las Almas, ese refugio cómodo y apacible. En el calor reflexivo del silencio crispante del fogón, no pudo evitar preguntarle a su primo la razón del nombre de la bahía en la cual disfrutaban de la libertad de un fin de semana.
- ¿En serio querés saber? -advirtió Roberto-.
- Sí. -contestó en un tono casi imperceptible Pedrito-.
- Cientos de años atrás, -comenzó a explicar Roberto-, esta bahía fue un gran cementerio de los indios Tehuelches. Aquí enterraban a los muertos de los enfrentamientos con las tropas del inescrupuloso General Roca. Pero lo más temible de la historia no tiene que ver con los indios, aclaraba Roberto, aterrorizando al niño con místicos gestos. Cuenta la leyenda que en estas tierras sepultaron al perro preferido de uno de los caciques más temidos por el hombre blanco, Rancagua. Este perro, llamado Agnush, que significa muerte, vela desde entonces por la paz de las almas de estos pobres indígenas que murieron bajo la opresiva ambición de un país en crecimiento. Agnush acostumbra aparecer en noches de luna llena, como esta, para matar a aquellos que osan molestar a los que aquí descansan. Prefiere a los niños pequeños, y dicen que muerde en las nalgas y deja una herida letal en sus víctimas, produciéndoles la muerte a los siete días de haberse consumado el ataque. Agnush desaparece en las tinieblas, y la presa atraviesa luego una agonía tan dolorosa que nadie es capaz de soportarla.
Pedrito escuchó atento la historia con los ojos grandes y abiertos como los de un búho. El miedo terminó de invadirlo cuando vio el brillante reflejo en el lago de la luna llena, como un preludio irrevocable de algo potencialmente peligroso.
Los muchachos se miraron y sonrieron en perfecta complicidad frente al evidente miedo del niño de las preguntas. Él permaneció taciturno y pensativo, aterrado en la temible imagen del perro maligno. Casi ni percibió las desentonadas voces de los cantantes de medianoche, cantando a Sui Géneris, repertorio clásico e inevitable de fogones con amigos. Pasada la medianoche y acabadas las canciones, la hora de acostarse se hizo inminente. Como buen acampante responsable, Roberto apagó el fogón. Se metieron en la carpa y las luces de linternas y faroles se apagaron, cediendo ante la penumbra nocturna.
Los chicos se durmieron enseguida, ayudados por el sedante sabor de las cervezas. A Pedrito le costó dormirse. Su mente estaba atestada de terribles pensamientos, presagios oscuros inspirados en la antigua leyenda de Agnush. Finalmente pudo entregarse a los cálidos brazos de Morfeo.
Ahora se encontraba en el bosque, solo frente a la Bahía de las Almas, al abrigo de los pinos y los álamos, iluminados tenuemente por la luna llena de abril. Agnush surgió entre la capa negra de la medianoche, sigilosamente, invisible e inesperadamente. Era un perro increíblemente grande, de una musculatura formidable, dueño de una presencia amenazante. Sus ojos rojos de ira contrastaban con el color negro violacio de todo su cuerpo. Recién cayó en las redes del pánico con el primer ladrido, potente y penetrante, con el que dejó ver toda su furia reflejada en su rabiosa mandíbula, en sus colmillos de apocalípticas profecías. Pedrito retrocedió despacio, hasta que Agnush desató una carrera que hizo que todo el bosque se estremeciera. Corrió desesperadamente pero fue inútil. El mordisco fue preciso y los colmillos se hincaron justo en el lugar que Roberto le vaticinara. Sintió el dolor de un veneno que se esparció en sus venas desparramando los indicios de la muerte. Con el grito agudo y desesperado despertó a los chicos. Roberto lo ajustició con un cachetazo y le preguntó irónicamente si acaso había visto a Agnush en sus sueños. Pedrito se limitó a llorar en silencio. No volvió a dormirse en toda la noche. Se levantó a la par del sol, preocupado y en estado de alerta. Los chicos se despertaron más tarde. Mientras Roberto desmontaba el campamento, Miguel preparaba un caliente café con leche, que Pedrito tomó callado y meditabundo.
- ¿Qué pasa Pedrito, te comieron la lengua los ratones? –se burlaba Ángel y los muchachos reían. Terminaron de desayunar, cargaron los bártulos en el viejo Falcon y se dispusieron a emprender el regreso a la ciudad, a la vida social, a la misa de las siete, a la Universidad el lunes, al colegio y a las lecciones de piano el martes por la tarde. El viaje de retorno estuvo ambientado con blues de B.B.King., y con el leónido rugido del motor del antiguo Ford. Pedrito permaneció en un silencio inusual que le hizo cuestionarse a Miguel qué le había pasado al niño que todo preguntaba.
Dejaron al pequeño en su casa, donde aguardaba paciente su madre. Se despidieron de él, y luego el Falcón se esfumó a través del calor de las calles de verano, para continuar con la secuencia distributiva más lógica.
- ¿Qué pasa mi chiquitín? –preguntó su madre-. No te veo muy contento – acotaba preocupada-.
- No, estoy bien. No pasa nada mami –contestó Pedrito-.
- Bueno, ahora andá a bañarte –exigió su madre-, que tenés un olor bárbaro.
- Bueno, ahora voy –protestó él.
El niño subió a la planta superior. La madre lo siguió para ayudarlo con
todas sus cosas y abrirle la ducha al punto que más le gustaba a su hijo. El baño le sirvió para recomponerse del mal sueño, para relajarse y tratar de no pensar en nada más que en el agua caliente y humeante. Lo que no se imaginaba es que su vida continuaría sin complicaciones, que el sueño que tuvo fue una pesadilla más entre tantas, y que tanto Roberto, Miguel y Ángel morirían en siete días por causas imprecisas. Quizá Agnush los atacó mientras dormían, vulnerables e indefensos en el abismo de sus sueños, y por una cuestión de orgullo u hombría ninguno habría contado nada del hecho, de la trágica realidad de una leyenda ancestral, verídica en todo con la salvedad de que Agnush jamás atacaría a los niños, por ser las almas más bondadosas sobre la faz de la tierra.
27/10/04
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