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El Viejo Juan.

Me acuerdo muy bien de ese día que sentí el olor, la verdad es que no me llamó mucho la atención, yo vivo aquí justo al ladito de la línea del tren y por estos lugares es muy normal ese olor a podredumbre, esa fetidez que lo estremece a uno, que llega sin piedad hasta el fondo de las fosas nasales para dirigirse derechito a la boca del estómago, y en ese lugar provocar tal cantidad de repulsión y ahogo que hasta dan ganas de irse para que el olor no continúe abrigando hasta los confines más remotos de nuestras entrañas, porque, a la final, todos sabemos que ese olor es el olor a muerte.

Ese día salí de la casa porque ya no aguataba más esa pestilencia que ya me estaba reventando el cerebro. Crucé la línea del tren en busca de algún amigo para pasar el rato. Caminé unos quince minutos pero no encontré a nadie, por eso decidí volver a casa a seguir aguantando. Cuando faltaba poco para llegar a la línea, volví a sentirlo, pensé que ese olor podría durar por lo menos unos dos días y yo no tenía el estómago tan firme para tortura tan larga, por eso decidí que lo mejor era gastar mi tiempo en buscar el animal muerto para poder enterrarlo como dios manda, la verdad es que no creo que el perro pueda ser cristiano pero con tal de que no siga la fetidez me importa poco que haya sido cristiano o no, de todas formas igual lo enterraría como tal.

Corrí a casa en busca de la pala y la picota de mi padre, total él no ocuparía sus herramientas hoy, no estamos en tiempo de arar, más bien debe estar en la tierra del vecino realizando ese trabajo de mierda, que consiste en desenterrar las matas de choclo una por una para sacarles un gusanito endemoniado que se come de poquito a poquito la mata. Una ves me llevó a trabajar con él en el choclo y vi como lo hacía, después de ese día cuando ya caía el sol le dije que yo nunca trabajaría en eso. Mi padre sólo se limitó ha decirme -La tierra ya no da plata, sólo deja pa´ comer, y estas manos duras y agrietadas que en vez de acariciar rasguñan- mientras sonreía y me despeinaba la cabeza.

Cuando entre en la casa vi a la abuela sentada en su mecedora con los ojos cerrados y más arrugada que nunca, me detuve por un instante y pude ver que movía los labios y susurraba algo, al acercarme un poco vi que en sus manos acariciaba un rosario.

-Abuela, ¿por qué reza a estas horas?- la interrumpí, mientras yo sin mirarla sacaba la pala y la picota que con el barro duro adherido al metal y a la madera pesaban más de lo normal.
-Por el finao que se pudre sin que nadie se dé cuenta, ¡pobre!
-No se preocupe abuela, que debe ser un perro arrollado por el tren, lo buscaré para enterrarlo, y ya verá no más como se detendrá esta fetidez.

Tomé una carretilla y eché las herramientas en su interior, recogí un trapo del suelo y lo sobé con una cáscara de un limón, pensé que me serviría para amarrarlo sobre la nariz en cuanto encontrara al difuntito con su hedor.

Salí rápidamente sin prestar atención a la respuesta de mi abuela, ¡miren que venir a pensar que un finao anda botado por allí en la calle sin que nadie se dé cuenta o se alarme! Las abuelas con el tiempo se ponen supersticiosas y sensibles a su imaginación, pensé en mi interior. Cuando ya me encontraba en la calle comencé como si un sabueso con su nariz rastrea a su víctima, mas mi víctima ya era victima y hace rato de una perversa fiera acechadora de metal que respira fuego y exhala humo negro, que con su rugido deja atónita a cualquier presa, y luego la despedaza sin dejar un solo hueso sin triturar.

Aunque odiara ese olor a muerte me empeñé en seguir el rastro con mi propia nariz, creo haber estado siguiendo el rastro del hedor por una media hora sin alejarme de la línea del tren con la carretilla de un lado para otro sintiendo la intensidad y la repulsión en la boca del estómago. Finalmente llegué a un punto en que el olor se hacía cada ves más insoportable, me detuve y dejé la carretilla a un lado para buscar por el suelo con mayor movilidad.

Me di cuenta de que me encontraba cerca de la cabaña del viejo Juan, allí vivía ese viejo desde que yo tenía memoria, ese viejo era extraño no hablaba con nadie, sólo con nosotros.

Nos conocimos un día en que jugábamos alrededor de su cabaña, la verdad es que pensábamos que en ese atado de palos parados no vivía nadie, cuando de un momento a otro salió el viejo Juan esgrimiendo un palo y echando putiadas a diestra y siniestra con el rostro endemoniado como si quisiera matar a todas las moscas. Nosotros sólo supimos salir corriendo disparados cada uno por donde se le ocurrió. Luego, cuando ya lo mirábamos desde lejos, pudimos ver que se arrodillaba en la tierra y con las uñas se puso a rasgar la tierra, lo primero que se me ocurrió fue que el viejo estaba loco, luego pensé que cómo, nosotros, habiendo nacido en este lugar nunca nos dimos cuenta de la existencia de aquel caballero tan extraño. Habiéndose entrado el viejo a la cabaña fuimos silenciosamente a ver qué era eso que tanto acariciaba en la tierra. Nuestros ojos nos llevaron al asombro de descubrir un montoncito de pequeñas yerbas y verduras todas pisoteadas.

Ese día nos volvimos cada uno a su casa con la cabeza gacha, más pensando en quien sería aquel hombre, que en el destrozo que habíamos ocasionado. Al día siguiente nos juntamos y cada quien fue a su casa en busca de algo que comer y dispusimos el camino a la choza del viejo. Cuando ya nos encontrábamos frente a la puerta ninguno se atrevió a golpearla, después de un rato no hubo necesidad de ello, la puerta se abrió lentamente y tras ella apareció el rostro corroído por el tiempo.

-¿Qué buscan?- se escuchó una vos vieja y amarga con un tono agresivo. Nosotros sin decir palabra extendimos las manos con nuestros regalos que compensarían los daños del día anterior. El viejo hizo un gesto de invitación con el rostro aún serio y sin recibir nuestras cosas. -Pueden dejar las cosas sobre la mesa- dijo mientras se sentaba con esfuerzo quejumbroso en una silla de madera descuadrada frente al fogón del centro de la cabaña. Dejamos las cosas y él nos invitó a sentarnos alrededor de las brazas. Cuando ya todos estuvimos acomodados en el suelo de tierra el viejo tomó la hoya con agua caliente sobre el fogón y llenó la matera, dejó la hoya en su lugar y volvió a preguntar -¿Qué buscan?-, nosotros nos miramos, en verdad no buscábamos nada en especial. De pronto uno de nosotros, el Pedro, alzó la vos.

-Solo le traíamos estas cosas para recompensar la que rompimos ayer, ¿se acuerda?, éramos nosotros-
-Sí, ya veo.

Mientras la conversación fluía, con grandes dificultades por la apatía del viejo y la timidez nuestra, yo me dedique a hacer lo que hago cada ves que entro a una casa ajena, mirar por todos lados. No había mucho que mirar, mas fue eso mismo lo que más me provocaba la intriga de observar todo el lugar, hasta el más mínimo rincón. La cabaña era completamente de madera, cuadrada, y solo tenía una cama sin colchón con frazadas llenas de hoyos, una mesa larga que cubría toda una pared, la silla en que estaba sentado él, la hoya, dos vasos y unas cuantas botellas de vino vacías. Su ropa colgaba de un palo en un rincón a los pies de la cama. Todo olía a humedad y humo. Después de aquella visita al viejo Juan continuamos yendo periódicamente para conversar y tomar mate alrededor del fogón, en cada visita le llevábamos unos cuantos regalos sacados de nuestras casas. La verdad es que la conversación era poca, el viejo Juan siempre fue de pocas palabras y amargo como su mate.

Cuando ya me empezaba a dar por vencido en la búsqueda del bicho muerto pensé en pasar a visitar al viejo Juan y de paso preguntarle si había visto el muerto. El olor, de seguro, no le tenía por qué molesta si ya con sus años ni olfato le quedaba. Conducí mis pasos hacia la cabaña, toqué la puerta y nadie respondió, no debería estar muy lejos nunca lo vi alejarse más de media hora a la redonda de su hogar, decidí esperarlo sentado, pero el hedor apestaba. Mejor decidí comenzar a cavar el hoyo, total, el cadáver debía de estar por aquí cerca. Busqué el trapo sobado en limón y lo amarré sobre mi rostro con tan sólo los ojos destapados, tomé la pala y la picota y comencé a trabajar. Una hora después la tumba estaba lista, pero el viejo Juan no volvía y menos el fiambre.

Me senté un instante en el borde del hoyo con los codos en las rodillas y la cabeza apoyada sobre las manos. En ese momento me acordé de las palabras de la abuela, hasta la pude imaginar meciéndose, el rosario en las manos y su voz gastada. -Por el finao que se pudre sin que nadie se dé cuenta, ¡Pobre!-...¡Pobre!...¡Pobre!...¡Pobre!... me retumbó esa palabra en la cabeza.

No, no puede ser... Pero el viejo Juan aún no llegaba, me paré y miré hacia arriba, el sol ya se había escondido hace rato. El cielo estaba incendiado en fuego, rojo como el mismísimo infierno, las nubes rasgaban el cielo como si un zarpazo de puma hubiera rasgado la vivienda del todo poderoso. Arranqué el trapo de mi cara, fui a la cabaña golpeé esta vez con más fuerza con la esperanza de que el viejo Juan estuviera durmiendo. No contestó nadie. Decidido ya y temeroso por encontrarme al finao empuje la puerta con el pie. Miré de un lado a otro de la cabaña, y en la cama de madera y sin colchón, arropado un bulto, lo estremecí con delicadeza y una ráfaga de pestilencia delató al viejo amigo Juan. Salí corriendo de la cabaña y comencé a vomitar, ¡creo nunca haber vomitado tanto como esa vez!

Me senté en la tierra a pensar, debo de haber estado así un buen rato, pensando en el viejo Juan, en las palabras de la abuela, en la terrible soledad que puede vivir un hombre “Sin padre, ni madre, ni perro que le ladre”. A unos cinco metros estaba la tumba, ya no para un perro pestilente, sino que para un amigo.

Cuando me levanté las rodillas me tiritaban amenazando con dejarme caer de bruces al suelo y el estómago con volver a dar estrujadas terribles.

Sin pensarlo más tomé un martillo que colgaba tras la puerta de la cabaña, y comencé la construcción del ataúd con las mismas maderas y clavos que habrían abrigado por años al viejo Juan y que seguirían haciéndolo por la eternidad. Cuando ya estaba todo listo me di cuenta que la tumba había sido hecha en su principio para un perro o cualquier otro animal, y por eso el viejo Juan con su nueva casa no cabría. Tomé la pala y la picota y comencé a cavar en el centro de la choza, justo donde estaba el fogón, cuando la nueva tumba estuvo terminada dejé el cajón en su interior con todas sus pertenencias, menos la matera que la guardé en mi bolsillo. Lo tapé con tierra y restos de carbón para que no le diera frío. Saqué un tablón de la cama, lo partí en dos para hacer una cruz, esta vez sí que era un buen cristiano el que enterraría, con un pedazo de carbón escribí con mi mala letra “Viejo Juan, descansa en paz”

Volví a casa ya entrada la noche, hecho todo un hombre, sólo en ese momento me di cuenta que tenía todas las manos rotas y trizadas como las de mi padre, que ya no acarician, tan sólo rasguñan.

-¿Lo enterraste?
-Sí, abuela.
-Viejo Juan... ¡Pobre!...¡Pobre!

Texto agregado el 10-06-2003, y leído por 258 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
30-07-2003 Desgarrador e intenso, me traslade a ese lugar y pude oler la podredumbre.Besitos Aire
 
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