Siempre que se miraba al espejo sentía unas ganas terribles de observarse desde el otro lado, desde dentro; y era su obsesión algo así como un ansia de desrealizarse para verse y saber cuán ajeno podría llegar a ser a sí mismo, desde sus propios ojos.

A menudo se sentaba en un sillón de mimbre tratando de cerrar los párpados para imaginar cómo podrían ser sus manos, sus labios, su rostro desde ese otro lado.

Esa noche, después de contemplarlo con largueza, se decidió; se aproximó al espejo, hundió las manos en esas como aguas o tablas delgadas de hielo y como viese que las atravesaba, se introdujo en ellas y ¡sí! ¡eran algo así como tablas delgadas de hielo o visillos de agua!. Al estar dentro sintió un relámpago, el ruido de la lluvia contra las tejas, y trató de darse vuelta para observar a ese otro yo que aguardaba en el sillón de mimbre; pero empezó a sentirse seco y un agujero en su estómago comenzó a abrirse paso entre las costillas y en el instante en que abrió los ojos para mirarse, se le inmovilizaron los párpados y el cuerpo todo al darse cuenta que en el sillón, no había nadie.

Al otro día entró en el cuarto la madre voceando el nombre del hijo. Al dejar la bandeja con el desayuno sobre la cama, se percata que nadie ha dormido en ella. Mira el sillón vacío y comienza a observar un retrato del hijo, de cuerpo entero, junto a otros similares de su marido y de su suegro.