La tarde eriaza, carcome los ojos a lo lejos. A lo lejos, la nada. Sólo el sol con sus interminables golpes haciendo lo suyo en este infierno sin matorrales. Podría decir que todo es casi como blanco. Pero no. La carretera, la arena, la sal son como precipicios sin paredes ni sombras. -”Los autos no le paran a cualquier estropajo en el desierto”-. No pudo evitar, por fin, el tocarse el cuello mientras se sienta a recuperar un poco de sus propios rastros. Deseaba agua, claro, pero no se lo tocaba por eso, si no que se preguntaba cuánto valdría su mugroso cuello y se lo escupió al viento, a los cerros, a la cresta misma; pero nadie respondió -ni las piedras-.
Todo en su entorno era como el silencio de los vidrios asoleados durante la hora de la siesta. Lo único -y esto lo sabía desde hace tres desesperados días- eran los pasos de sus perseguidores.
Por las ráfagas que se repartieron cerca de sus pies pudo darse cuenta que lo tenían cercado. Trató de correr, de no desesperanzarse tan rápido, de -por último- deslizarse bajo alguna piedra como largartija. Pero los que lo cazaban, eran como él, y sólo atinaba a recordar el rostro de aquel hombre que predijo su perdición, cuando llegaron hasta el pueblo “los cabezones” buscando algún estropajo que conociese los pasos ilegales de más arriba.
La siguiente ráfaga le dió por un costado. Al sentirla sólo pudo hundirse sobre sí mismo y garabatear maldiciones. Veía el reguero de billetes que había dejado, billetes sucios que provenían del traslado de esas como arenitas blancas en bolsitas de plástico. Con algo de esfuerzo pudo tragar un poco de su propio sudor. -”Un par de agujeros no es nada”-.
Al moverse, otra ráfaga sonó cerca de su mano izquierda. Lo tenían cercado, pero no sabía quiénes o quién. Sólo vino a ver un rostro en el preciso momento en que un cuchillo largo y sudoroso comenzó a abrirse paso entre sus costillas. Pudo oler su propia sangre, pudo estirar los brazos, agarrar al desgraciado por el cuello, pudo haber tenido más fuerzas para sonarlo de un tirón; pero sólo pudo dejar escapar un escupitajo, un “hijo de p...”, para luego desaparecer entre las arenas.
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