EL DESFILE
Estábamos en el comedor. Mi hermana y yo hacíamos las tareas, mamá cocía en la máquina y los más pequeños, de cuatro y dos años, jugaban con el Pito, nuestro perro regalón. Caía la tarde y era uno de esos días en que los niños se inquietan porque va a llover. Uno de ellos me empujó sin querer y me hizo arrugar la hoja de mi flamante cuaderno en limpio. Me enojé muchísimo y me levanté a sacudirlo. Mi mamá nos gritó que nos calláramos, que ya estaba bueno y que la teníamos agotada. Yo era todavía pequeña pero noté que ella estaba cansada y, recordando los consejos de la madre Inés, mi profesora de tercera preparatoria que nos enseñaba a domeñar el mal carácter y a ofrecer sacrificios al Señor, aplaqué mi furia y me fui a sentar de nuevo para seguir con mis tareas.
Me alegró recordar que al día siguiente era 21 de Mayo y que habría desfile. Me gustaba desfilar. Era una de las pocas oportunidades en que podíamos usar el uniforme completo: corbatín, boina, guantes blancos. Además, cuando había participado en mi primer desfile , el 18 de septiembre del año anterior, había sentido una emoción nueva, inexplicable, al oír los sones marciales y tratar de hacer coincidir mis pasos – izquierda, derecha, izquierda, derecha - con el rítmico son del bombo. Las mejillas rojas, la vista al frente, tratando de parecer seria y grave mientras una mezcla de orgullo y alegría dibujaba en mi cara una incontenible sonrisa. Con el rabillo del ojo había contemplado a la gente que nos miraba pasar y escuchado los aplausos y los comentarios elogiosos. Me imaginé todo eso y en silencio le rogué intensamente a Jesús que no hubiera lluvia, que me perdonara por ser tan rabiosa con mis hermanos chicos pero que, por favor, no me castigara con la suspensión del desfile. Los ladridos del Pito anunciando la llegada del papá me sacaron de mis plegarias.
- Vamos a dar una vuelta - dijo él, antes que la mamá se pusiera a darle cuenta de los agobios del día, - pero al tiro, al tiro.
Corrimos todos, Pito incluido, al Ford 35 medio destartalado que a veces costaba tanto hacer partir. Pero esta vez arrancó sin problemas y el papá enfiló hacia el centro. Nos encantaban esas vueltas en auto. A veces salíamos a la carretera por un lado y regresábamos de la misma por otro, cantando ‘La Canción del Chofer’- original de mi abuelo materno- y otros cantos que nos enseñaba la mamá. En esta ocasión pasamos lentamente frente a la fuente de soda ‘El Oasis’ sin detenernos. Eso sólo significaba una cosa: el papá simularía que ya se había acabado el paseo y emprendíamos el regreso; nosotros debíamos gritar en coro, ‘El Oasis’, ‘El Oasis’; él daría la vuelta a la manzana y se estacionaría frente al lugar; nosotros aplaudiríamos felices; él bajaría y regresaría minutos más tarde con cuatro Barros Lucos y cuatro Bilz para compartir entre todos.
Mi corazón saltó de felicidad: era lindo estar juntos y seguros, pasarlo tan bien y, además, el desfile del día siguiente... Pregunté si pondríamos la bandera y el papá, mientras se llevaba la botella a los labios, respondió que por supuesto, que en un día así todas las casas, hasta las más humildes, lucirían sus banderas.
Esa noche tardé en dormirme. Me sentía nerviosa y excitada. Junto a mi cama estaban mi uniforme recién planchado, mis zapatos lustrados, la boina, los guantes. Volví a pedirle perdón a Jesús por mi mal carácter y a rogarle que no lloviera aunque estaba tan nublado.
- Haz que sea verdad lo que dice la señora Regina, nuestra lavandera - le supliqué - que la noche tiene siete cambios.
Poco a poco me fui quedando dormida mientras sacaba la cuenta con los dedos de las manos: despejado, nublado, lluvioso, despejado, nublado, lluvioso, despejado…
- Erguidas, muy erguidas y mirando al frente - ordenó la madre Inés mientras pasaba revista.
Al son del bombo empecé a marchar llevando el ritmo: izquierda, derecha, izquierda, derecha, y la sonrisa incontenible no me dejó mantener el rostro serio y grave que la ocasión exigía.
Pero entonces ocurrió algo muy extraño. El bombo se puso a sonar cada vez más fuerte y más rápido y la banda entera se le unió con un ruido tan ensordecedor y desordenado que me hizo perder el paso. De entre la multitud que aplaudía, surgió la voz destemplada de mamá. Pensé que me iba a retar por mi torpeza o por haber sacudido a mi hermanito la tarde anterior. Peor aun, ella vino hacia mí y me sacudió con violencia…
Entonces desperté. La vi con el más pequeño en brazos, tratando de sacarme de la cama mientras mi papá, con el otro niño a cuestas, intentaba hacer lo mismo con mi hermana. Eran las seis de la madrugada del 21 de mayo de 1960.
Ese día, desde luego, no hubo desfile.
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