La princesa estaba triste.
Gruesos lagrimones resbalaban por sus rosadas mejillas y sus sollozos resonaban por todo el salón del trono, totalmente vacío a esas horas de la madrugada.
(Por los cuentos sabemos que el estado de animo de las princesas depende de la distancia que las separa de su apuesto príncipe azul y de la eficacia de su bufón. Por ello, podemos deducir que, o bien su bufón es un inepto o su apuesto galán se haya en tierras lejanas, descuartizando dragones, lejos de su regazo)
De tal forma lloraba, la sin par doncella, que despertó a un pequeño ratón que habia hecho su madriguera tras las gruesas cortinas del gran salón. Curioso, asomó su hocico y, al ver a la joven llorando, se acercó tímidamente hacia ella.
(Los ratones, en los cuentos, tienen mejor fama que sus parientes las ratas y, mientras que ellas aparecen como astutas, taimadas y maliciosas, ellos se muestran cordiales, amistosos y juguetones. Eso sí, siempre que salen, forman fenomenales revuelos en la sección femenina, acompañados de gritos, correteos y alzar de mujeres a las sillas. Si hay elefantes, la escena suele acabar en estampida)
Adolfo, que así se llamaba el roedor, carraspeó para hacer notar su presencia a la princesa, la cual, al verlo, gritando como una loca, se puso de pie en el trono (os lo había dicho ¿no?).
- No os asusteis, princesa -dijo Adolfo tímidamente- sólo soy un pequeño ratón que os ha oido llorar y ha decidido acercarse por si podía ayudaros.
- ¡Atrás, atrás! -gritó la doncella - si yo no estoy llorando.
- Entonces... ¿estais mejor? - se alegró el ratoncillo.
- Sí, sí -contestó ella, secándose las lágrimas y mostrando una dentífrica sonrisa- ya se me ha pasado. Que tontería, ¿verdad?
Y contentísimo por haber ayudado a su princesa, el ratón volvió muy orgulloso a su madriguera.
La princesa, al ver al ratón abandonar la sala, se bajó del trono, cautelosamente, y se volvió a sentar.
Y siguió llorando, pero esta vez más bajito.
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