LA VIDA TIENE ESPINAS,
LA LUBINA TAMBIEN
Presentí que algo no iba bien cuando mamá se cortó en el dedo mientras picaba cebolla para el sofrito. No era habitual verla cometer ese tipo de torpezas ya que siempre había sido una gran cocinera, virtud que debía haber heredado directamente de la bisabuela Marta, porque la habilidad culinaria de la abuela Julia era más que cuestionable; aún después de tantos años y los muchos restaurantes de plato del día que llevo en las alforjas, se me arma un nudo en el estómago, cada vez que recuerdo las lentejas con chorizo que la abuela Julia me obligaba a comer los días que mamá llegaba tarde del trabajo. Así empezó el problema, no con las lentejas con chorizo como es de imaginar, sino con el nuevo trabajo que mamá aceptó cuando yo cumplí los siete años. Ella había dejado a un lado su prometedora carrera como abogada cuando nací, para dedicarse única y exclusivamente a mi cuidado, pero a medida que yo fui necesitándola menos, ella comenzó a plantearse la idea de volver a ponerse la toga. Y entonces, como suele ocurrir siempre que la duda sobrevuela el alma, el destino vino a buscarla a la puerta de casa con la oferta de un prestigioso despacho de abogados de la calle Sagasta. Naturalmente aceptó, como no podía ser de otra manera en una mujer eternamente inconformista. Tampoco papá puso reparos a su vuelta al trabajo, e incluso creo recordar que la animó para que no dejase pasar aquella oportunidad. Pobre papá, si él hubiese imaginado en aquel momento lo que nos esperaba, si hubiese podido adivinar el futuro al que aquella decisión nos condenó, estoy seguro de que no la habría apoyado. Quizá después de todo hubiese dado igual y el destino nos habría buscado por otros caminos hasta conseguir su propósito. Quizá, pero quizá no.
El primer año todo fue más o menos bien, más o menos como siempre había ido hasta entonces, una pelea mensual con su correspondiente reconciliación y los veinte días de amor que seguían a ésta, antes de volver a reñir. Más o menos como la media de los matrimonios actuales. Papá no era de esos hombres que se sienten dolidos porque su mujer trabaje y tenga más sueldo que él, por eso tampoco le importó cuando ascendieron a mamá en el despacho y pasó a cobrar el doble de su salario en la fábrica; supongo que su orgullo de varón proveedor le pellizcaría un poco la conciencia, pero nunca lo demostró abiertamente y al menos ante mí, dio la impresión de alegrarse por los logros de su mujer. Cierto es, que yo entonces no era más que un niño de nueve años y había un millón de cosas del mundo de los adultos que no llegaba a imaginar, pero tras los años pasados y la experiencia que la vida me ha ido concediendo en las esquinas, creo que a papá lo que realmente le molestó de aquel ascenso fue lo mismo que a mí, la desaparición de mamá. Al principio sólo fueron dos horas más algunos días sueltos, tengo mucho trabajo, lo siento cariño me decía como disculpa mientras me arropaba al acostarme, pronto solucionaré el caso que tengo pendiente y vendré antes. Pero poco a poco, el caso debió complicarse y mamá comenzó a llegar cuando yo ya estaba acostado, que no dormido, porque nunca conseguía dormirme si ella no me besaba la frente y me susurraba al oído lo mucho que me quería. Pero mamá cada vez tardaba más, las cuentas, el tráfico, un testigo perdido, las excusas fueron amplias y diversas y al final me acostumbré a dormir sin que me besara la frente, me acostumbré a llorar sin ella y supongo que a papá le pasó algo parecido, porque un día le encontré llorando en el trastero y nunca volvió a ser él mismo. Se pasaba las tardes mirando el televisor sin ver la tele, hablando de recuerdos con las fotos de la estantería y ocultándose de mí para que no viera su desolación, para que no viera sus lágrimas. Aquel fue su mayor error como padre, se lo dije en cuanto la edad me dio la valentía de enfrentarme con su mirada y hablarle de hombre a hombre, de hijo a padre. Con una madre que no estaba y un padre que me huía, la soledad se adentró un lunes por la tarde en mi alma de niño y me convenció de que era el único culpable de todo lo que estaba pasando. No lo olvidaré nunca, cinco de marzo de mil novecientos noventa y cinco, llovían mares desde hacía de tres horas y el viento empujaba las gotas contra la ventana de mi cuarto creando una melodía hipnótica que me tenía atrapado frente al cristal. Me prometí que iba a cambiar, que iba a ser otro para que todo volviese a ser lo mismo. Sonó la puerta de la entrada y pensé que papá había regresado pronto del bar a causa de la lluvia, pero era mamá la que me esperaba al pie de la escalera. Hacía meses que no llegaba a casa tan temprano y creí que mi promesa había tenido un efecto inmediato y que, el sólo hecho de que ella estuviese allí, era la prueba de que algo había cambiado. Pero cuando ella se cortó en el dedo mientras cortaba la cebolla para el sofrito supe inmediatamente que aquello no iba bien. Masculló un par de juramentos en voz baja para que no la escuchase y se fue corriendo hacia el baño con las mejillas llenas de lágrimas. Quizá si yo hubiese estado más atento, habría notado que aquel llanto poco tenía que ver con el corte en el dedo, pero no era más que un niño y me quedé atónito mirando como el reguero de sangre se abría paso entre las grietas de la muralla de cebolla.
- ¿Hoy has venido muy pronto?- Dijo papá al entrar en la cocina y encontrarla curándose el dedo.
- Si, no había mucho trabajo y he preferido venirme a casa para...
-¿Qué te ha pasado?- Otra mala costumbre de papá, no dejaba terminar las frases. Se acercó rápidamente para ayudarla a colocarse el vendaje, pero antes de pudiera rozar su mano, ella se levantó de la silla y se dirigió a contemplar el horno.
- La lubina está lista, no tenemos salsa, - dijo mirando con amargura la sangre que bañaba la cebolla, - pero con una pizca de sal yo creo que pasará.
- No, otra vez pescado no, yo quiero patatas fritas. Protesté enfurruñado y un segundo después recordando mi promesa, deseé haberme comido las palabras.
- Comes lo que hay y basta. Sólo faltaba eso, para un día que vamos a cenar juntos, como una familia normal, vas a estropearlo.- Mientras me regañaba papá buscó con la mirada los ojos de mamá, pero ella le rehuyó y agachó la cabeza.
- Tiene espinas, muchas espinas, yo no quiero pescado.- Yo sólo era un niño y el pescado no le gusta a los niños.
- Vamos, nos seas cabezota, voy a tener que dártelo como si fueras un bebe. Mamá empezó a separar la carne de las espinas y pinchó con el tenedor un poco de lubina que camufló bajo un manto de lechuga. Venga, abre la boca que está muy rico.
A duras penas logró empujar la comida por los huecos de los dos dientes que se me habían caído el mes anterior.
- Oye Juan, - papá se llama Juan, pero mamá nunca le había llamado así hasta que comenzó a llegar tarde del trabajo, - que hoy he venido pronto del trabajo porque tenía que hablar contigo, ¿puedes mirarme, por favor?- Papá levantó la cabeza y vi que tenía los ojos cargados de lágrimas, recordé mi promesa, recordé mi culpa y me llevé a la boca un gran trozo de pescado. Sabes que no nos va nada bien, hace mucho tiempo que lo nuestro no funciona y he pensado que lo mejor es... Parecía que mamá no tenía aire. Yo tampoco.; Han pasado cosas, cosas que no sabes, cosas que no debían ocurrir, pero han ocurrido y tengo que afrontarlas. Ahora lo único que nos une a ti y a mí es esta casa y nuestro... Mamá giró la cabeza para mirarme y descubrió horrorizada que yo me estaba ahogando por culpa de una espina de aquella maldita lubina. Poco después perdí el conocimiento y cuando desperté estaba en una cama de hospital rodeado de toda la familia. Mamá estaba desencajada, desecha por una noche de llanto de culpabilidad que papá no quiso consolar y sobre todo, recuerdo a mamá mucho más vieja, como si mi sufrimiento la hubiese robado diez años de vida.
Días después, lejos del hospital, lejos de casa, lejos de la lubina y lejos de mí, ella le explicó a papá que las cosas que no tenían que haber pasado se llamaban José Luis, el jefe del despacho donde trabajaba y con el que papá había ido al fútbol un par de veces. Le dijo que estaba enamorada, que no lo habían buscado, pero había ocurrido y ya no había marcha atrás. Le dijo que seguían teniendo un hijo en común y los dos debían esforzarse para que sufriese lo menos posible con aquella situación. Papá no dijo nada. Eso es lo que mamá me contó, papá nunca ha querido hablar del asunto, ¿y qué le voy a reprochar? Yo tampoco he vuelto a comer lubina.
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