Las mismas manos de siempre, tan blandas y con aquellos agujeritos repugnantes donde nacen esos dedos llenos de venitas azules. Las manos de un descomunal recién nacido. Sabía que eran de Jack, el detective gordo que se quedó sin resolver el caso de su vida, y también sabía que lo hacía para despertarme. Jack me odiaba, como todos, y aunque antes me había respetado desde su parquedad de tipo duro, conocía todos mis miedos y ahora no le costaba ningún trabajo encontrar aquello que más me repugnaba. Ese tacto a humedad pringosa y fétida de sus yemas pasando por mis mejillas y sobre todo por el pelo que gemía a su contacto. Acercaba su diminuta boca a mi oído y susurraba tres o cuatro incomprensibles palabras salivosas.
Me despertaba envuelta en su aliento. Las 2:47. Y otra noche en blanco. Para qué intentar dormir, en unos instantes volvería. Siempre volvían. Esta noche le tocaba a Jack.
Sentí el consuelo del tonto, al pensar que por lo menos esa noche no vendría la suicida de la bañera, Julia, con sus ojos de color artificial y su voz clara y lejana de muerta joven. Se tumbaba desnuda muy despacio a mi lado en la cama y me besaba con su boca helada en los labios. La sensación me agradaba y entonces despertaba con los pies congelados. La última noche de Julia la pasé vomitando. Así me reprochaba su inacabada muerte.
Pero todavía son más mis visitas nocturnas.
La enfermera, Marcela, creo, peleada con su marido que, en su huida, se pierde y decide pasar la noche en un siniestro motel de carretera. Se quedó abriendo la habitación 217. Allí, de pie, en aquel pasillo de luz amarillenta y moqueta roja con detalles de cachemir dorado y el espejo misterioso enfrente de la puerta. Marcela me dice que ya perdonó a su marido, que todo fue una rabieta, que le deje volver, aunque sabe que su marido no le habrá esperado todo este tiempo. Nadie se acuerda ya de Marcela, solo yo, veo su nuca resignada a reflejarse para siempre en aquel espejo. Me despierto llorando impotente.
Otras noches viene el adolescente inteligente de ojos brillantes, un sentimental peligroso, que descubrió cómo el bibliotecario comprobaba la fecha de la última salida de los libros y arrojaba al cajón de papel para reciclar los libros que llevaban más de dos años sin salir. Entonces comprendió que su misión en el mundo era ir delante del bibliotecario en el chequeo diario y salvar todo lo que pudiera. Un día, agotado, cayo de rodillas y lloró por no poder salvar unos relatos de Guy de Maupassant. En mi sueño aparece con las rodillas destrozadas y con dos grietas en las mejillas producidas por los millones de lágrimas caídas en todos estos años. No llegó a conocer a la chica que le daría la solución para su irresoluble problema y, por supuesto, la culpa la tengo yo.
Todos estos y más, como el jugador de ajedrez congelado en el movimiento contra su eterno enemigo en el que está a punto de descubrir su única debilidad, el señor que trabajaba de conejillo de indias en un laboratorio, el buzo nadando desorientado por un túnel que no sabe si lleva a la vida o a la muerte. Todos en mis sueños.
Ellos saben que su suerte sólo depende de Dios, pero Dios está muy cansado.
Y no les reprocho sus constantes desvelos porque si tener un Dios que es un reprimido sexual sabemos que es muy duro, tener un Dios que trabaje de secretaria todos los días de ocho a tres debe ser desesperante. |