Llegan los patos del sur
Llegué el día en que los patos volaban rumbo al sur. La cabaña olía a cera y el silencio envolvía el rezo. Le confesé mi ánimo indiferente y ella juntó hojas, flores y aceites que al hervir dejaron escapar aromas de raíces tiernas.
—Debe tomar la poción correcta poco antes de que eclipse la tarde, el efecto puede ser imprevisible si lo hace de otro modo” —me dijo.
Sepia era la luz de la luna, cuando ingerí más de lo indicado. Caí en un sueño. Me vi en una procesión sin rumbo. Mi dedo índice parecía una vela que agonizaba. Llegué a un altar y miré a la sacerdotisa que al acercarse a los viajeros, les rezaba al oído. Ella, ocultando mi cara con la túnica, besó mi boca y al hacerlo, me dio el sabor de las almendras dulces. Cuando desperté, la luna era de ámbar y las nubes, velos almidonados.
La última vez que reconocí el sepia y tomé más de la poción, mi dedo índice parecía ser el tallo de una rosa coral. Ella cubría la cara con su prenda, me acerqué, y cuando esperaba besar sus labios pulposos, sólo escuché el ruido que hacen las piezas de marfil al chocar.
Desperté sudoroso, tratando de tomar una bocanada de aire. Los cantos de fe envolvían el cielo, pero no lo suficiente, pues el graznar agudo de los patos enmudecían los golpes que propinaba al féretro al tratar de salir. Los patos regresaban chillando de alegría.