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*Son RELATOS:

"Durante el viaje se canta y charlotea;
los islotes están frente a la costa,
más allá de la Isla, y el viaje es largo".
Knut Hamsun.



OSCURO DESPERTAR

Cuando rebasé la curva, no tuve dificultad en reconocer el lugar, la vegetación tupida marcaba los bordes del camino. Sí, conocía bien aquel sendero, cada piedra, cada tronco, la situación de cada planta o matorral, lo había recorrido tantas veces en sueños que casi era capaz de prever el próximo detalle que aparecería ante mí… "Ahora, la roca grande, tiene que estar por ahí", me dije. En efecto, allí estaba, suntuosa y enorme, a pesar de la oscuridad. Había repetido el recorrido de aquel sueño en tantas ocasiones que ya podía permitirme decidir… "Ahora haré esto otro en vez de ir por allí". Rodeé la roca, hasta dar con el objeto que descansaba en una de sus aristas planas, a modo de repisa. Esta vez pude distinguirla: se trataba de una brújula, dorada, con el fondo resaltado en rojo. Sabía que no debía tocarla, pero, al acercarme para observarla, no supe por qué, lo hice… ¡Maldita sea! El despertador sonó estridente, casi caí al suelo al intentar apagarlo. Maldije mil y una veces la torpeza con la que había obrado en mi sueño. Llevaba largos meses, casi años, persiguiendo los detalles de aquel sueño repetitivo, ya familiar. Se trataba de un reto, me había propuesto desvelar los entresijos de aquel paisaje, que me resultaba tan habitual, y por el que me manejaba con un cierta destreza… No sabía explicar por qué sucedía, pero aquel sueño era el único que era capaz de recordar. Podían transcurrir semanas o meses sin que apareciese o soñando con otros, de los que luego no lograba acordarme. Pero en cuanto surgía el escenario de mi sueño, parecía cobrar vida, y todo cuanto acontecía, adquiría una relevancia significativa.
La primera vez que soñé con el sendero tortuoso fue al comenzar mi trabajo en la empresa, recién contratado. Para un joven ambicioso y con ganas de poner en práctica todo lo estudiado era una oportunidad inigualable, que no podía desperdiciar. Quería aprender, mejorar y abarcar muchos campos, con prisa por sumar experiencia; me apasionaba mi trabajo de diseñador. Ya llevaba casi tres años allí, en aquella mediana empresa de equipamiento electrónico. Mi labor de publicista no había deparado importantes avances a la firma que representaba, pero, al menos, me valían para curtirme en los avatares profesionales del mercado. Todavía recordaba la cara de estupor del señor Thomas, el director de la Compañía, cuando llegué tarde el mismo día de la cita para firmar mi contrato. Luego, sin embargo, le cambió el gesto al comprobar que mi puntualidad y aplicación en las tareas se realizaban con ahínco y constancia. Justo con la renovación del primer año, ya había alcanzado a divisar la gran roca de mi sueño. Era curioso, pero la brújula apareció cuando firmé por segundo año consecutivo… Claro que nunca me atrevería a contárselo a nadie, mucho menos a alguien del trabajo, ahora que ya empezaba a formar parte de la plantilla fija de la empresa; me tomarían por un chiflado y apreciaba demasiado mi trabajo para jugar con riesgos añadidos.
En este último tiempo había conseguido que la remilgada señorita Mauldred también me preparase el café, en las reuniones de los miércoles, como a los demás; señal de que ya iba formando parte viva del equipo. También, a base de escuchar consejos más que de ejecutarlos, me había ganado la confianza del adjunto de redacción que se sentaba siempre a mi lado en cada reunión. Una de las más recientes confidencias que se le escaparon al redactor fue que la Compañía estaba a punto de adquirir renombre y mejorar de categoría, sobre todo, a partir de la conclusión de aquel encargo que les reunía y que tanto apremiaba, de ahí la necesidad de que todas aquellas horas extras que había que invertir fructificasen. Aunque no se percibieran beneficios económicos, iban a servir para impulsar nuestro nivel de profesionalidad. Era mucha la tarea y, por tanto, el cansancio acumulado tras duras semanas sin apenas tregua; llegaba a casa extenuado y resultaba muy fácil quedarse dormido…
Aquella noche, enseguida reconocí mi sueño, ya sabía lo que debía hacer… Esta vez rodeé la roca en sentido contrario a las agujas del reloj, observé la brújula, y seguí la dirección que apuntaba… La noche estaba clara, asomaban tenues reflejos de luna entre la espesa vegetación cuando vislumbré la cabaña. Una luz débil provenía de su interior, tal vez de un quinqué, pensé, mientras me acercaba con tiento. Amparado tras las hileras de árboles, observé la sórdida construcción de madera y avancé hacia la valla derruida que la circundaba. En uno de los laterales, donde comenzaba el porche distinguí el respaldo de una mecedora, alguien descansaba en ella… Desde aquel ángulo era imposible reconocer rasgo alguno, además, no me atrevía a dejarme descubrir, así que bordeé la cabaña en sentido inverso. Sin embargo, para mi sorpresa, cuando alcancé el otro extremo del porche contemplé la mecedora sola, vacía, sin nadie alrededor… Mis pasos crujieron por las tablas desgastadas del viejo porche cuando me aproximé con intención de atisbar dentro, pero una fría sensación me paralizó… Lento, miré atrás, hasta toparme de bruces con el rostro adusto del señor Thomas, que me escrutaba debajo de un enorme sombrero de hongo. El susto fue tan mayúsculo que me hizo despertar…
Aquel día acudí a la Compañía sin tiempo para desayunar y, por si fuera poco, quedaba el tramo de trabajo más arduo y sacrificado. Tan sólo de pensar en toda la tarea que me quedaba por acometer ya comenzaba a flaquear. Aún me encontraba cansado, a pesar de haber dormido. Además, la mañana de aquel miércoles no podía presentarse más desoladora: la señorita Mauldred parecía haber vuelto a las andadas y, excepto a mí, puso a todos su correspondiente taza de humeante café. Algo se debía celebrar, pues también adornaban el centro de la mesa oval unos platitos de pastas surtidas. Estiré el brazo en un ademán inútil de alcanzarlas, pues quedaban lejos de mi asiento, pero tropecé en el hombro del señor redactor que, con gesto de falsa ofensa, se cambió de sitio, justo al extremo opuesto de la mesa. Casi con miedo me atreví a mirar al señor Thomas y, cuando lo vi levantarse y dirigirse hacia mí, me atusé el flequillo, nervioso… "Debo de tener mala cara, sí". Un sinfín de imágenes y pensamientos me resbalaban por la frente, no recordaba que alguien me hubiese devuelto aún los buenos días… El señor Thomas se aproximó y me tendió el sobre. Iba a preguntarle, pero se adelantó en la respuesta:
–¡Fírmelo y entréguelo! –espetó, tajante.
Cuando acabé de leer ya no me importaban las pastas ni si había quedado gota de café. Tenía quince días para despedirme de mi hasta entonces empleo y lo peor era que así, sin ilusión, era incapaz de hacer nada bien. Sin embargo, busqué el lado amable de la situación y me ahorré todo el montón de horas perdidas, robadas de mi ocio personal… "Estas cosas pasan", reflexioné. A partir de ese momento también pude dormir mejor, al menos más descansado.
Tardó mucho tiempo en repetirse el mismo sueño que tanto me asedió. Hace algunos días fui convocado para una entrevista de trabajo. Parecía interesante la oferta y la directora, una madura señora rubia, aún de buen ver, apostó por un joven con algo de experiencia. Aquella noche volvió a reaparecer la cabaña, aunque abandonada… Ninguna luz brillaba adentro, y en el porche solitario la mecedora descansaba vacía. Esta vez sabía lo que tenía que hacer… Bordeé el porche en el sentido contrario a las agujas de un reloj, pero me sobrecogí al descubrir una figura recostada en la mecedora; debajo del sombrero en forma de hongo asomaban unos bucles rubios. Retrocedí asustado y tropecé con la valla… El estruendo de la caída me despertó con un oscuro presentimiento.
 


El autor.
tamargoluis@yahoo.es

*”Es una Colección de Cuadernos con Corazón”, de Luis Tamargo.-

Texto agregado el 24-10-2004, y leído por 147 visitantes. (0 votos)


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