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Con frecuencia mi espíritu se debate entre la inacción y la alternativa de una acción inútil, condenada de antemano al fracaso. Muchas veces me ha acontecido desear a una mujer a la que sé desde siempre imposible, y aún así he buscado su compañía, contra fe y razón, desdeñando las críticas acerbas de mis iguales.
Yo había mirado a la mujer en silencio y ella había condescendido a una sonrisa desvaída y culpable. Aún no caía desde la copa aplastada la última gota cuando un abrazo viril ya la había apartado de mi vista, arrastrándola por la cintura. Discerní su partida en la evolución de la masa rojiza y amorfa de sus cabellos.
Absorto y asqueado esbocé la sonrisa de aquel que ya en la derrota se sabe (se cree) superior a las circunstancias. No desprecié entablar alguna conversación trivial, pero lo borroso e ignaro de mis interlocutores no tardaba en cansarme. Sin mayor convicción pasé de un grupo a otro, vi rostros que se contorsionaban en muecas grotescas e innobles para mejor afirmar sus argumentos estúpidos, vi a un clérigo (creo que se trataba de un arcipreste) execrar de la depravación de los tiempos modernos y exaltar las virtudes de la castidad al tiempo que palpaba descaradamente los pechos de su compañera, una mujer de labios tan finos que era como si no tuviera labios, vi a un muchacho de rasgos delicados y femeniles reclinar la cabeza con bestial embeleso sobre un hombro masculino, vi bocas que se abrían y se cerraban sin parar y sin emitir otra cosa que cloqueos inarticulados e inhumanos, vi muchas bocas iguales, vi rostros todo bocas, sin ojos, sin nariz, sin orejas, sin pómulos, sin cejas, armados de lenguas autónomas como viscosas sanguijuelas rojas que escupiesen sin parar ruidos inconexos y riadas de saliva, vi mansos gesticulando como si se preparasen a golpear al menos descuido, vi mujeres que exhibían sus cuerpos sin cuidarse de las iras de sus amantes ocasionales o habituales, vi una copa en el aire, vi una risa, una carcajada impudente y deshonrosa, vi el derrumbamiento de un cuerpo, vi a los músicos afinar sin pasión sus destartalados instrumentos, vi la mirada ávida del sodomita ante la presa que ya presiente segura .
Al final opté por salir al aire libre, para liberarme del tósigo del ruido y de las compañías indeseadas. La soledad, cuando no es una obligación, puede llegar a ser un escape.
Oí la música como tamizada y lejana y entonces borré de mis facciones esa mueca circunstancial. Descubrí (sin asombro) que en el cielo pútrido y lodoso brillaba aún Alfa de Eridanus.
Encendí un cigarrillo, gesto inútil que es el último refugio de la inacción y de la desesperanza. En las desgajadas volutas de humo azulado se me figuraron rostros espurios, ni de hombres ni de demonios, que no alcanzaron a acercarme a la respuesta que ya no buscaba.
Tardé muy poco en darme cuenta de que mi soledad no era perfecta. Distinguí, al abrigo de un portal desvendijado, acosado en la semioscuridad como otros en la luz del sol, la figura andrajosa de un mendigo ciego. Permanecía sentado con el cuerpo muy rígido, y algo tenían sus rasgos vagamente orientales de pretéritos y de gastados y también de magníficos, pero de una magnificencia decrépita como la de un dios postergado. Aplicaba su ocio, su tiempo interminable, sin horas, sin días, en ejercer la masturbación con una intensidad que no se agotaba pese a lo apacible de sus ademanes. A su vera olisqueaban excitados dos perros famélicos, que al final terminaron por entreverarse en una cópula tumultuosa y desvergonzada.
Aparté la vista, algo asqueado, con la previsión de la nausea incipiente. Entonces oí los pasos a mi espalda, furtivos, pasos de hombre y pasos de mujer, una bocanada a sudor y perfume y a saliva y a fluido seminal. Un breve golpe en el hombro y no me vuelvo a mirar, un dejo de presencia en el aire, la carcajada de unos labios jactanciosos.
Al volverme vi que Alfa de Eridanus aún seguía brillando en el agua pútrida del firmamento y que el Arcipreste se había detenido a orinar vigorosamente contra el tronco de un árbol. Pero nada de eso me importaba. Arroje la colilla y quise irme de una buena vez. Al pasar al lado del mendigo ciego este me impetró, con voz pastosa, alguna limosna.
Es en esas ocasiones, es en esa desesperación, cuando invoco, sin ira, sin fe, sin mayor convicción, a los manes de Yacob Sverdlov.

Texto agregado el 24-10-2004, y leído por 102 visitantes. (0 votos)


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