-¡Huye hijo, huye, que ya escucho sus pasos!
-El muchacho, se levantó de un salto, se encasquetó su chaqueta raída y sin despedirse de la mujer, abrió una ventana y de un ágil salto abandonó la ruca.
Minutos más tarde se escucharon fuertes golpes en esa puerta que de puro endeble que estaba, se deshacía a cada impacto. La mujer se apresuró a abrir para que no se la fueran a echar abajo y se encontró con dos hombres de fiero aspecto que, sin ningún respeto por ella, la hicieron a un lado e ingresaron a la estancia.
-¿Donde está ese perro?- preguntó el que parecía más viejo. -Sabemos que te vino a visitar esta tarde.
-No ha venido naiden señor, hace harto tiempo que no veo a mi hijo.
-Claro, me imagino. Y dada la tremenda pena que te provoca el que no te visite, te dio ahora por fumar y tomar pisco.
Encima de la mesa se consumía una agónica colilla de cigarrillo mientras que en un vaso aún burbujeaban los restos de una piscola.
-Ah, no. Ese fue mi vecino Pancho, que vino a echarme una manito endenantes
-Que curioso ¿No? Si fue el tal vecino Pancho quien nos dijo que el maladrín de su hijo se encontraba oculto en esta casa. ¡Ya, doña, suéltela al tiro sino quiere irse para el patio de los callaos! El hombre la empujó con brusquedad y la pobre mujer rodó por el suelo profiriendo lastimeros gemidos.
-Ya ñora, déjese de lloriqueos y suéltela de una vez. ¿En donde se encuentra el Vitoco?
-Yo no se ná pu, si ya le dije ya.
La pobre mujer comenzó a sollozar, mientras el más joven de los individuos registraba la casucha, rompiendo todo lo que encontraba a su paso.
-No va a quedar nada bueno acá, ñora. Mejor será que cante luego.
-¡Yo no se ná, yo no se ná!
-Entonces peor pa usté.
De pronto, en medio de la quebrazón, una de las ventanas se abrió de golpe y la voz del Vitoco se alzó en medio del estruendo para proferir una terrible maldición:
-¡Malditos perros sarnosos! ¿Me quieren a mí?
Los hombres quedaron paralogizados por una milésima de segundo. Luego, casi al mismo tiempo, se llevaron la mano a sus bolsillos, en donde descansaba, cual reptil de hierro , una poderosa arma de fuego. Antes que sus dedos tocaran el metal, dos estruendos ensordecieron la humilde morada y luego, los tipos se desplomaron pesadamente en el piso de tierra.
La mujer no paraba de aullar por lo que el Vitoco se introdujo a la habitación y la levantó con sus manos aceradas para luego abrazarla con fuerza.
-Mamita, con esto me recondené. Pero no podía permitir que esos malditos la martirizaran.
-¿Qué es lo que hiciste, hijo por Dios? ¿Qué es lo que hiciste?
En la oscuridad de la noche, las siluetas de un hombre fornido y de una frágil anciana caminan presurosos hacia un destino incierto.
El silabario de Vitoco se fue estructurando con las groseras palabras de la pandilla que lo acogía con cierto desgano por ser el hijo de un bravo. Martínez, su padre, había muerto acribillado en una balacera ocurrida para una semana santa. Desde entonces, su madre se preocupó de entregarle los códigos de subsistencia que se estilan en una población marginal. –Hay que ser bien hombrecito pa too, mijo. Si alguno de estos comete un delito, usté, calladito el loro. Mire que no hay nadita más feo que andar delatando y traicionando. ¿No ve que después le pueé pasar lo de Judas, el que acusó a nuestro señor Jesucristo. Nadie lo va a pescar después.
Nadie lo pescó porque el muchacho, de carácter retraído, poco congeniaba con esa tropa de seres ociosos que retozaban en las esquinas durante todo el día para después, cuando la noche ya se había asentado, salir a ganarse unas monedas con el primer gil de turno. El muchacho, entretanto, ya se había ganado las suyas limpiándoles los autos a los comerciantes, ayudando a embalar mercadería o simplemente pidiendo algunas monedas en las micros a cambio de una tarjeta-calendario.
Nunca fue al colegio porque había que comer en la casa y lo que ganaba su vieja con los lavados no alcanzaba para nada.
Los años pasaron hasta que el Vitoco conoció a la pandilla del Gato Montés. Lo llamaban Gato Montés porque había descendido de la mismísima cordillera y siendo hijo de un cuatrero conoció la orfandad a temprana edad. Su madre siempre fue desconocida, él se crío entre los rudos secuaces del padre quienes lo apodaron gato por su carácter esquivo y siempre alerta. Al Gato Montés le cayó en gracia el Vitoco desde la primera vez que advirtió que el chico quería surgir en la vida a costa de lo que fuera. Y el Vitoco le gustaba el hombrazo por su manera autoritaria y segura de enfrentar la vida, se quedaba horas mirándole las manos recargadas con anillos de oro como las de un cabrón de prestigio.
El Gato Montés para ese entonces, a parte de ser un malandrín, contaba con un grupo de diez prostitutas que no superaban los diecisiete años de edad y el Vitoco era el encargado de vigilar el trabajo de las chicas, que nadie les faltara el respeto, entre comillas y que estuvieran siempre presentables y dispuestas. Las niñas le agradecían los cuidados y lo beneficiaban con una que otra caricia o alguna moneda extra por taparles sus amoríos con clientes que dejaban de serlo para convertirse en amores frustrados. El muchacho poco a poco fue ascendiendo en su trabajo hasta convertirse en el hombre de confianza del Gato Montés. El administrador de sus bienes y el compañero de parrandas. Y cómo la vida tiene muchas vueltas, quedó aturdido el día que llegó de la mano del Gato Montés una chica de no más de quince años pero con un bagaje de 30 para integrarse a su selecto staff.
Le decía la “guerrillera” porque tenía fama de destrozar a los clientes al primer encuentro y ellos satisfechos le pagaban su tarifa dándole alguna propina extra por sus esmerados servicios. La “guerrillera” era más bien bajita, de cabello negro y sedoso, brillante y oloroso, con ojos almendrados, más bien rellenita pero de carnes firmes. Caminaba bamboleando las caderas igual que gata en celo y como gustaba de los perfumes dulzones siempre quedaba una estela aromática a su paso que hacía levantar a los valientes y a los cobardes de igual forma.
El Gato Montés y el Vitoco por primera se miraron a los ojos con celos, se midieron la rabia y tasaron sus atributos tratando de dirimir sutilmente cual sería el poseedor de tan suculenta hembra. ¿Y la guerrillerra?¿Alguno se preguntó cuál sería el elegido por ella?
A ella le encandilaba la experiencia del viejo gato, ese cúmulo de vivencias que gustaba narrar sin que nadie se lo pidiera, además el poder que tenía el hombre junto con su excelente solvencia económica lo hacían ganar buenos puntos en la competencia. Pero el Vitoco era dulce, un tipo de buen corazón, trabajador y responsable, junto a él nada le faltaría y podría obtener lo que siempre añoró... un hogar seguro. Bueno y ella ni tonta ni perezosa, decidió que podía ser de ambos. Lamentablemente para un hombre no es fácil compartir a su mujer y a ninguno le hacía gracia saber que la “guerrillera” pasaba de una cama a la otra como quién se cambia calzones. Esto debía acabar, ambos conocían la situación y hasta el momento había preferido hacerse los lesos, pero concientes de que esto no daba para más.
Cierta noche el Gato Montés llamó al Vitoco y sentados frente a frente y acompañados por un botellón de vino, el viejo le pidió al muchacho abandonar el negocio, le ofreció una suculenta indemnización a cambio de que se hiciera humo. El muchacho aceptó pero apeló a sus nobles años de servicios y le solicitó llevarse consigo a la “guerrillera”, como era de pensar el Gato Montés ya pasado en alcohol reaccionó con violencia, insultándolo e increpándolo por su falta de gratitud. Las palabras sacaron palabras, empujones, insultos hasta que el Vitoco perdiendo el juicio se abalanzó sobre el viejo asiéndolo del cuello hasta que el tipo dejó de patalear y de respirar.
Asustado cogió la indemnización y corrió al dormitorio de la “guerrillera” con la intención de huir con ella, de perderse con ella para siempre. Cuál fue su sorpresa cuando la encontró retozando con el Miguel, el segundo hombre al mando, nadie sabía de ésta relación fue una entera sorpresa, ella indiferente lo miró y le dijo –cierra la puerta pendejo de mierda, estoy ocupada ¿qué no lo ves? -Fueron minutos eternos, Vitoco no atinó a otra cosa que lanzarle el dinero directo a la cara, escupirla y con el estómago revuelto salió corriendo hacia la noche, hasta que recordó a la única mujer que verdaderamente lo amaba y que haría todo por él... su madre.
Allí estaban ambos cuando llegaron los hombres del Gato Montés a buscarlo y luego de darles muerte, se perdió en la oscuridad de la mano de su viejita.
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