No sé si por América Latina estáis igual que aquí, en España, pero desde hace ya demasiado tiempo la televisión se está convirtiendo en un auténtico escaparate de tele-basura ante la que todo el mundo se escandaliza, habla, discute, polemiza y no llegan a ninguna conclusión. Bueno, mejor dicho, siempre se llega a las mismas dos conclusiones, a saber:
-una, la culpa es de las cadenas, que emiten esos programas de cotilleo porque son éxito fácil;
-y dos, la culpa es de los espectadores por no cambiar de canal y no convertir en líder de audiencia a documentales, películas clásicas o debates políticos.
Y en esas nos quedamos, con esas dos ideas ciertas cada una desde su lado y falsas por separado, dando vueltas como mi perrita cuando se quiere morder la cola, sin llegar a ningún lugar y, por lo tanto, con la coartada moral para emitir –y ver- programas que son una estafa intelectual, cuando no ética.
Pero... ¿por qué triunfan ese tipo de programas? Quizá deberíamos empezar por ahí sin caer en el reduccionismo misántropo, clasista y parafascista de que el pueblo es así de tonto, la gente sólo quiere chismorreos y cosas que no le hagan pensar, porque si no los programas culturales serían los que triunfaran.
Pues bien, no es tan sencilla la cosa, pero hay una –de las muchas- explicación básica. Y es que esos programas usan lo que voy a llamar aquí la Fórmula del Chillido –nombrecito que me he inventado a falta de otro, sin ánimo de sentar cátedra, que conste, que de científico tiene poco, lo admito- . ¿Y en qué consistiría esa Fórmula?
Veréis, es muy sencillo. Si tú caminas por las calles de tu ciudad, nadie te mirará –dejando al margen los conocidos. Poco importa que seas la persona más profunda, inteligente y hermosa -por dentro- del planeta. Pero si vas por la calle desnudo y profiriendo insultos, todo el mundo detendrá su paso para mirarte. Incluso los habrá que te señalen con el dedo, y la mayoría interrumpirá su conversación para comentar lo gracioso, lo patético o lo estúpido que resulta ver a un tipo desnudo por la calle y chillando. No es que la gente sea –seamos- chismosa, es que un hecho así, chillón, llamativo, rompe el hilo de nuestro pensamiento y nos llama la atención. Y, además, como resulta que no es un acontecimiento complejo, que nos obligue a concentrarnos para entender qué sucede, es todavía más fácil prestarle atención.
Pues esa es la fórmula que usan en esos programas, al menos en España. Fijaos bien. Constantemente chillan; cambian de cámara, de plano todo el rato; interrumpen el programa –mejor dicho, lo trufan- de elementos como cortinillas, sintonías, anuncios de concursos telefónicos, comentarios y titulares grandilocuentes; los escenarios y decorados suelen ser también chillones, de colores muy vivos, con mucha figura geométrica y un tanto barrocos –para que siempre tengas algo que mirar, para que la vista no descanse, no reflexione-... En definitiva, son como ese hombre que chilla desnudo por la calle. Son como eso, un chillido, que no es lo mismo que el grito. El grito es grave, gutural, y brota de lo más profundo de las entrañas (o del alma, como queráis), El grito es un desahogo ante un hecho que nos emociona, así el grito puede ser de alegría inmensa o de dolor desgarrado. Oír un grito, oír a otro gritar, nos pone los pelos de punta: nos reconocemos en él. El chillido no, el chillido es agudo, irritante, molesto. Es hipócrita, no surge de ninguna emoción sino de la egolatría, de ese querer llamar la atención. Por eso nos pone tan nervioso oír a alguien chillar. Pero, a diferencia del grito, el chillido nos aturde, nos emboba: el interruptor del discernimiento se pone en Off, a menos que nos alejemos rápido de él.
Y lo más irritante de este tipo de programas es que, envueltos en ese celofán multicolor, pretenden vendernos que son programas de puro entretenimiento, sin nada de contenido, sin ninguna intención política, social o ética: sin mensaje, como dirían algunos. Y eso es una falacia. Todo producto cultural –entendiendo cultura en su sentido más amplio, antropológico- tiene en su seno la ideología de quien lo realiza y de la sociedad que lo vio nacer. Y este tipo de programas tienen su mensaje: las mujeres sois válidas como objetos sexuales, poco importa vuestra inteligencia, vuestra creatividad, ni vuestra capacidad emocional, siempre y cuando estéis fantásticas físicamente y conquistéis a algún hombre guapo e importante; los hombres mejor valorados son aquellos que son unos playboys, así que algo similar a las mujeres, reproduciendo el eterno arquetipo machista. Se promociona el éxito como la consecución de notoriedad social, sin importar por qué, se trata de ser popular, cueste lo que cueste, y siempre vestido de lujo y moda –pero no moda como expresión de uno mismo, sino como demostración del dinero que uno tiene; poco –o nada- importa el éxito entendido como el fruto del trabajo y/o la creatividad. Las relaciones entre las personas son siempre movidas por el puro interés, tanto aparentas, tanto te quiero. Se promociona la hipocresía, la mentira y se justifica siempre y cuando saques un buen dinero –puedes hacer montajes del tipo “estoy saliendo con fulanita” y luego no importará si es mentira, se te perdonará si has sabido venderlo bien y sacar tajada-. Se promociona así mismo el insulto, la grosería y el menosprecio hacia el otro, así como, en contrapartida, la adhesión banal, frívola: “Sí, Menganito va insultando a la gente, ¡pero él al menos es sincero!” –aplausos enfervorizados del público asistente, animados por el realizador del programa-. Y, para ir acabando, se cae constantemente en lo machacón, en la repetición constante de los mismos mensajes, casi de una forma obscena: de esa forma se rompe, se anula la capacidad crítica, se embota el análisis.
Resumiendo: ese tipo de programas promociona, como el que no quiere la cosa, el éxito fácil; la adoración por el dinero, dinero, dinero; la idolatración de lo frívolo; que las mujeres sean unas buenas putas, y los hombres puteros. Pero, claro, no todo el mundo puede triunfar, así que confórmate con tu vida miserable y, si te toca estar abajo, hazte seguidor de uno de los famosos. Es, en cierta medida, una reproducción en papel maché de la estrategia del síndrome de Estocolmo que usan las dictaduras: no sabes bien por qué, pero el líder es fantástico, tu secuestrador tiene razón, el pobrecillo.
Y ese chillido, ese chillido similar al de una pataleta de un niño cuando quiere con desesperación una chuchería, solo que trasladado a un adulto que quiere como un drogadicto más y más fama, más y más éxito, más y más dinero.
Ahora quizá debería decir aquí la fórmula para conseguir que ese tipo de programas desaparezcan. Sería el momento oportuno para aconsejar que cambiéis de canal, o que apaguéis el televisor.
Pero no pienso hacerlo.
Eso sí, las cosas no cambian por sí solas. Por sí solas, las cosas degeneran.
(¿Es o no para soltar un grito?)
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