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París no siempre fue fiesta
(El amor al mediodía)


Ya no (III)

Ya no
pero rompiste la frágil forma
en la que descansaba mi virginidad.

Ya no
pero anterior a esa ruptura
sospechaste en mis ojos a un victimario
para caer decepcionada en brazos de una víctima.

Ya no
pero ¡ay! de aquellos mediodías,
del amor aquel distante de lo imaginado.
No. No se arranca así, de cuajo, la inocencia,
no se desnuda así un cuerpo entero
y Cupido dándole al blanco
y yo sin saber qué hacer
con tu clítoris
al alcance de mis manos.

Ya no
pero pretendiste darme una lección
y no. No se enseñan los sentimientos,
no se hace del amor
un instinto premeditado
para hacerme luego caminar bajo el sol
con pasos rotos
pariendo fobias
y del amor
-aquel del que tenía una ilusión-
decepcionado.

París bien vale una misa es una verdad casi absoluta, pero que era siempre una fiesta, tal como lo afirma Hemingway, es discutible: eso lo sé muy bien.


No voy a esperar a tener cincuenta años, como hacen muchos consagrados, para contar lo que les pasó cuando tenían 17 años.

Me niego a esperar tanto; por eso nuestra historia la voy a contar ya.

Todavía duelen mis pasos rotos sobre el asfalto de esta ciudad desierta y como testigo un sol radiante en cielo despejado en pleno agosto y orfandad de brisa marina.

Acabas de arrancarme de cuajo las ilusiones, la inocencia y de la forma en que lo has hecho, no te lo perdono. O quizás te lo perdone un día en dependencia de cómo logre sobreponerme de ti.

Me tomas de la mano; yo no me hubiera atrevido a hacerlo, me lo impide la timidez. Toreamos el tráfico de la gran avenida, logramos cruzarla. Antes hemos estado en un café desconocido, no el de toldo arco iris, en el que estuviste con todo el grupo, sino en otro donde ningún conocido nos pudo dar alcance. Pedimos lo de siempre: croissants y café-crème y de nuevo a decirnos mentiras hasta que nos cansemos y una vez exhaustos he pedido la cuenta tocándome el bolsillo y rogándole a todos los santos me alcance el dinero, pero no yo invité, yo pago, dices y me baja el alma al cuerpo.

Coño, tenía todas mis esperanzas puestas en ti. Tus mirada lascivias, las mías... mis fantasías eróticas, no, pornos alentadas por las películas de estreno.

¿Te darás cuenta de que de sólo imaginar a dónde nos encaminamos me baila un gran salto en el estómago? No, no lo adivinas, me lo dice tu rostro: tus preocupaciones son otras.

Y pensar que cuando llegaste a la academia ni me fijé en ti. Alberto tuvo que llamar mi la atención, preguntarme ¿para qué te sirven esos ojos tan grandes que tienes? No le hice caso.

Tú pareces estar muy segura. A mí, todo el cuerpo me tiembla. No es para menos: por primera vez una mujer me hace una invitación para estar conmigo a solas, en su casa, pero no debo confiarme, ni alimentar mi imaginación con lo que ya he imaginado: acuérdate de las vivencias de Alberto en esta situación, los escaches que ha tenido, me digo.

Alberto, de sólo verte entrar en el aula, tan circunspecta, con aquellos bonjour a secas, sin parecer fijarte en ninguno de nosotros, con cierto aire de superioridad, ¡qué comemierda!, empieza a indagar sobre ti. Alemana, 23 años. Lo de la nacionalidad era relativamente fácil de averiguar, pero la edad...

Me pregunto quién dijo que en asuntos de amor no se piensa los pasos que hay que dar. Déjame no ilusionarme para no morir de desengaño.

Ahora entiendo tu aire de preponderancia: nosotros éramos unos menores de edad para ti, una partida de adolescentes.

Ya estamos llegando, me dices. Un antiguo inmueble situado en la esquina de la manzana. El ascensor debe ser de los primeros que existieron, pero no temas, es seguro, aunque lento, funciona a las mil maravillas.

Entonces un día, te sorprendo con la mirada puesta en mí y como el amor es así, que llega sin avisar, me sorprendo yo también fijándome en la sensualidad de tus labios, pero sin que sea amor a primera vista: el tuyo lo fui cocinando a fuego lento.

De verdad que era lento el ascensor. Su desplazamiento me pareció una eternidad. En el trayecto desde la planta baja hasta el noveno piso no nos dijimos palabras. Nos limitamos a tímidas sonrisas levemente esbozadas.


Seguías siendo un enigma para todos. No te acercabas al grupo y nosotros no nos atrevíamos a hacerlo tampoco. Sólo Alberto, el muy atrevido, hizo intentos, todos fallidos, hasta casi darse por vencido.

El desván era pequeño: un espacio para una cama donde apenas cabían dos, una mesa multi-oficio, un closet diminuto y más diminuto aún el baño. Lo más atrayente era una amplia ventana que fungía como pantalla que proyectaba de adentro hacía afuera el sol de agosto.

Y un día amanecí enamorado de ti: había soñado tus evidentes atractivos físicos: la miel de tus ojos ¡qué empalagosos!, las dos tajadas de manzana madura que eran tus labios, tu cuerpo desnudo junto al mío.

Siéntate, es tu invitación, en la cama porque al buscar con la vista no encontré otra lugar donde hacerlo. El sol es fustigante y parece querer quedarse allí, en lo alto, de inexorable testigo de lo que fuera a pasar.

Ojos y boca son suficientes para mis repetidas y zurdas masturbaciones - sublimado verso de un poema- que mi madre siempre ¡coño! interrumpe adivinándome y preguntando si me falta mucho para terminar de bañarme y yo, con voz ahogada, que ya me estoy secando y cuando salgo del baño soy hombre nuevo aunque en el rostro se me refleja la culpa de sentirme sorprendido.

¿Calor eh? Y yo con monosílabos. Sí. El antecedente a mi excesivo gusto por el café debe andar por tu insistencia a que degustemos de nuevo del exquisito néctar. Lo hacemos luego de prepararlo en la cocinita eléctrica que apenas utilizas.

Te percatas de mi enamoramiento ¿enfermizo? Quizás cuando sea un adulto mayor, casado, incluso con hijos y hasta nietos, me ría de mí y me dé cuenta que los mi edad pasan todos por esta experiencia, pero mientras tenga diecisiete años esta situación no me provoca risa alguna, al contrario, este amor me parece algo muy serio.

¿No te molestas si me pongo ligera de ropa? Ahí está la pregunta y necesariamente me acuerdo de Alberto: ya a él le preguntaron lo mismo y... No, a mí no puede pasarme lo que a él. ¡Cuidado con esa trampa tan fácil de caer en ella! Quedarse ligera de ropa no significa nada... o todo, pero por ahora me quedo con el nada. Veremos qué pasa.

Ya el intercambio de nuestras miradas es constante. Verte es como cargar mis pilas para mis noches. No entiendo cómo en el aula no se dan cuenta de lo que está pasando entre nosotros. Ni siquiera Taichi que es un lince para esas cosas. De Alberto no tengo que cuidarme tanto, después de todo, es un despistado.

Te quedas en bloomer y ajustadores. Así el sol puede broncearme más, dices, parece que es son de broma, como para tener qué decir y yo, aparentemente más frío que un iceberg, pero en mi interior, una hoguera capaz de quemar a todos los condenados de la Inquisición. Aguanta hombre, aguanta.

Un día de junio terminamos las clases y una avalancha de gente se lanza a la escalera de salida y faltan unos escalones para llegar a la planta baja, cuando te vemos en el umbral de la gran puerta principal, como a la espera de alguien. Y de súbito aquel ¿puedo unirme a ustedes? nos deja atónicos. Por primera vez nos dirige la palabra y Alberto, antes de que te arrepientas, te da la bienvenida al grupo.

Aguantar qué si tus manos empiezan por tocarme la nuca. Yo estoy sentado al borde de la cama, tú te has situado detrás de mi y ahora tus labios se pasean por el lóbulo de mi oreja derecha haciendo pasar un corrientazo por toda la espina dorsal. Me volví y sus labios se encontraron con los míos.

Te lo digo ahora: yo siempre supe que te uniste al grupo por mí. Me lo dijeron tus ojos, tus ojos que ven en mi persona el objeto de un rato de placer.

No atino, no sé a qué velocidad me bombea ese músculo que llaman corazón en sentido recto y figurado. Me ayudas a desnudar. Recuerdo se me hace un nudo en el zapato izquierdo, como el que tengo en la garganta, y al descalzarme casi me arranco el pié. ¿Recuerdas?

Te llevamos a nuestra mesa redonda de viernes en nuestro café favorito de toldo arco iris. Alberto a mi derecha, Taichi a mi izquierda, y tú que quedas frente a mí para contarnos a mentiras lo que pensamos hacer durante el weekend.

El sexo está hecho de preámbulos para mí desconocidos. Me dejas tomar la iniciativa, no sabes qué error cometes. Un cuerpo erotizado es el que se lanza sobre el tuyo sin más deseos que el de quitarme de encima todo este peso. Me olvido del gran Voltaire y la justa medida: soy todo exceso. Creo que nunca volveré a eyacular dentro de otro cuerpo como en el tuyo. ¡Qué alivio!

Después de aquella primera vez que te uniste al grupo no volviste a hacerlo ni nos diste explicaciones al respecto. Sólo yo sabía el por qué.

Nunca, ni en la más pésima de mis agonías, olvidaré tu rostro iracundo, decepcionado, que me regalas, expresión que se refleja en mis ojos y yo incrédulo sin saber por qué hasta que un instinto natural me da la respuesta. Y entonces, tú, la victimaria convertida en víctima, te percatas de la pueril trampa en que te han dejado caer mis lascivias visuales. Y me preguntas ¿es tu primera vez? Y yo con la mayor honestidad de que soy capaz, sí, no vale la pena mentirte, además no quiero, deseo sepas que eres mi primera mujer y eso te enorgullezca, pero no, me llevo tremendo chasco. Buscas, o mejor dicho, buscabas en mí la experiencia. Te sientes enfadada contigo misma, mascullas en alemán cosas que sólo puede imaginar, pero yo no tengo la culpa de que me hayas calculado mal. Tu rostro, todavía con huellas de ira, se dulcifica. Nos sentamos en la cama, el sol nos sigue observando. Me acaricias, creo que pareces enorgullecida, pero no, vuelvo a equivocarme ¡qué mierda me estás haciendo! Tomas distancia y me dice a una mujer hay que saberla satisfacer en la cama. Eso lo sé, claro, en teoría. Asumes toda una postura docente y ahí estás diciéndome cómo se satisface a una mujer. Clase magistral la tuya y yo creo haber captado toda la información, solo me falta llevarla a la práctica. Me miras, ya soy de nuevo otro homo erectus. Intento, pero ni con el pétalo de una rosa te dejas tocar. Te levantes, te pones el bloomer y me indicas el camino de la puerta de salida. Me has mandado a hacer el examen práctico con otra, hasta imagino que preferiblemente con una puta de la avenida Foch. ¡Que decepción!

¿Acaso es eso el amor? No lo imaginaba así, menos aún la primera vez. Por eso le tomo aversión (no sé hasta cuándo) al sublime sentimiento y me das la oportunidad de un desquite cuando quince días después de tu encuentro con el grupo, me invitas a un café (otro café). Esta vez no nos detenemos en ninguna cafetería. Vamos directamente al desván. Él vuelve a ser testigo. Nos quitamos la ropa, sin el encanto de la primera vez, no hay amor de por medio: somos una profesora y un alumno a punto de pasar un examen y dispuesto a obtener máxima calificación. Logro mi objetivo y ahora me ve el sol pariendo fobias y del amor -aquel del que tenía una ilusión- decepcionado.









Texto agregado el 22-10-2004, y leído por 170 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
03-11-2004 buena prosa poética. placer de lectura! placebo
22-10-2004 mmm parece que al final se te quitaron todas las ganas con esa chica. aunque esperaba mas, me gusto mucho toomesi
 
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