Colgaban sus brazos, sus senos, sus sueños, anudados en un amasijo inerte que olía a futuro indeseado. Su mirada verde que ahora era agua seca, desfilaba sin ritmo sobre una línea interminable. El color perdido luego de ese domingo hace ya tanto, y que intentó retener aún más tiempo para enseñar a vivir a los que se aferraban a su ombligo, era un recuerdo lejano que zigzagueaba enajenado por días estériles y aplastados. Ya no quedaba nadie en su mente, porque ella también había muerto, desangrándose en cada perilla brillante que por años se afanó en pulir. Dijeron que ya no tenía ganas, dijeron tantas cosas profanando su secreto sentir. Dijeron que estaba enferma, que estaba vieja. Yo sólo sé que colgaba, no sé de qué puerto ni de qué playa, pero lo cierto es que estaba cada vez más lejana y su voz ya no salía de las palabras. Estaba tan sola, tan gastada y tan hermosa en su pálida transparencia de hada. Jamás nadie se preguntó si fue amada, y si alguna vez se le hinchó el alma. Ni ella lo hizo, o quizá sí, alguna vez en que se atrevió a hilvanar sueños y olores y gestos y frases al compás de un tango dormido de verano, en el vestido de alguna de las niñas, o en el zurcido de esa vieja sábana que se negaba a desechar.
Se le quedaron atorados tantos "te quiero", tantos abrazos, tantos momentos de encuentro y de calma. Y yo me aferro a ella desde lejos, desde toda la distancia, y parece que me niego a soltarla porque también tengo la garganta llena de palabras atoradas. Y porque tengo miedo de verla más sola y más gastada. Porque ya no puedo ser la niña que desde los rincones la atisbaba, ni ella puede ser la madre que esconde la magia. El tiempo parece haberse ido por los hoyos de las sábanas, por las huellas de los perros que paseaban del otro lado de la ventana. Y ahora ella, pesada bajo la cabeza blanca, y yo que la sigo mirando desde el otro lado del alba, esperando que ella se vuelva a mirar tras su espalda, con esta ansiedad inútil y este no querer soltarla.
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